Está en la Toscana navarra, donde empieza la Baldorba, tan cantada por B. Lentxundi. Se llama Venta Honda, en Barasoain. Fue parada y fonda de comerciantes, carreteros, andarines, gentes de mal y buen vivir, peones de oficios varios y gente de faena diaria hasta mediados del pasado siglo. Quizás un poco más. Sus últimos dueños y moradores dejaron el sabor ya desconocido de la entrega y la amistad bien entendida. Servidores de un tiempo ya caduco y un arte ya perdido, el de los venteros, esos artesanos de la memoria popular y testigos de historias quizás inconfesables. Los antiguos venteros de Barasoain ya no están. Pero sus descendientes la han recuperado para uso y disfrute, propio y ajeno. Y el pueblo recobra esa presencia que aún perdura en la memoria. Suelo ir a Venta Honda. Y entrando en ese patio, en tiempos paradero de calesas y caballerías, el tiempo se congela. Entonces, el vino, la amistad y unas costillas asadas con sarmientos del lugar logran descongelarlo.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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