Cuesta pensar, hablar, escribir sobre el estado de esta realidad casi fantasma. Como si todo estuviera dicho, hablado y contado y nada sirviera ya para atraer su atención, como si estas líneas, perdidas en la red, apenas sirvieran para algo. Porque la reiterada insistencia del dardo envenenado sobre la misma diana, cansa y ofusca toda sensibilidad. Todo está explicado, analizado y expuesto sin compasión ante el mundo y sus secuaces.Quien quiera saber qué ocurre y porqué, solo tiene que abrir los ojos. Nunca la verdad estuvo tan desnuda. Y nunca fue tan perversa su mirada. Sin embargo ¿qué hacer? callar, disfrazarse, revestirse de nuevos ropajes, cambiar la mirada, mirar para otro lado, asentir, perseguir al ladrón, suicidarse, quizás todo y nada de ello. Son tiempos duros que requieren de nueva posición, de perdidas y hallazgos. De entre la abundante literatura que cada año emerge, surgen títulos que nos pueden ayudar, no ya a entender lo que ocurre, ya no se trata de eso, sino a enriquecernos con su consumo para gestionar mejor nuestra tensión ante el mundo. Y eso nos hace merecidamente más ricos. Por ejemplo, Adam Soboczynski, es un tipo polaco, joven, de la añada del 75 que ha escrito un librito que se devora de una sentada y que deja un retrogusto políticamente incorrecto. El libro de los vicios (Anagrama) es una dentella a todo tipo de control, decencia, éticas y estéticas de la posmodernidad más condescendiente y un jaque mate a la complacencia y la amabilidad literaria.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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