El año mariano pamplonés está apunto de concluir. Y es que el 6 de julio cada pamplonauta levanta la veda anual impuesta a su cuerpo y alma. Ese día, y los siguientes, la ciudad nos regala la oportunidad de celebrar la exaltación de la amistad sin precedentes. La ocasión de sobrevivir al exceso desmedido, de romper amarras con la explotación, la crispación, el resentimiento, la mala leche, la depresión, la ansiedad, la crisis y hasta con la mismísima lucha de clases. Durante nueve días en estado de gracia, se opera en nosotros una mutación espectacular. Más allá de toda metáfora kafkiana. Nadie nos reconoce por la calle y ni siquiera nosotros mismos nos encontramos bajo la piel de nuestra cotidianidad. Y sabemos que eso nos pasa cada año, que llega un tiempo sin tiempo y un estar sin exigencias, que esos días tenemos barra libre hasta con nosotros mismos. Y es que ese ya falta menos no es más que el deseo histérico de reencuentro con el superyo secuestrado durante todo el año. No, no se crean que estoy justificando la exclusividad de esta perversidad festiva para redimir cuerpos y almas. No, pero quizá ello explique tanta contrición y tan pocas ganas de revolucionar nuestra existencia anual. Porque en nueve días se recupera, según el inalterable programa festivo, de la hambruna cultural del resto del año. Y eso le envalentona. Porque sabe que nadie como ella es capaz de revolucionar su existencia para convertirse, en menos de 24 horas, en el parque temático del exceso más gigantesco del mundo. Y eso le exorciza de toda culpa acumulada. Vamos, que le pone.
Pero uno ya no está esperando esas 204 horas al rojo vivo como agua de julio. Atrás quedaron, sin ninguna resignación, los 20 años. Solo espera que esas 204 horas no le pasen por encima. Pero no aprende, y como cada año, uno vuelve a invitar a todos sus amigos y amigas al almuerzo pre txupinazo. Y como cada año acaba sucumbiendo a una irresistible fragancia que se ve obligado a respirar desde principios de julio. Y se vuelve a encontrar ofreciendo champán y vino y magras con tomate y cordero al chilindrón y ajoarriero a los recién llegados. Descubriéndose mortal y, porque no decirlo, absolutamente enfangado en la fiesta que tanto critica. Ocurre entonces que, a partir de ahí, ese día, o esos días, pueden convertirse en un camino sin retorno. Porque como cada año, vuelve a repetir los mismos ritos con sus respectivos propósitos de enmienda. Pero acaba reincidiendo. Y trata de buscar la explicación. Y sabe que no la tiene. Porque estas fiestas están blindadas contra toda opinión. Porque se bastan solas para llevarse por delante todo diagnóstico y pronóstico.
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