Ayer, en París, sobre las ruinas de un imponente escenario, Chanel, desplegó todo su fulgor. Como un látigo desafiante contra la perennidad de esta crisis transgresora de voluntades y deseos. Karl Lagerfeld, al frente de Chanel desde hace 30 años, se empleo a fondo, como el hijo bastardo de la realidad impostora que es. ¿Qué debemos hacer en momentos tan deprimentes, cuando los sueños parecen desvanecerse? Nada. Dejarse seducir por la estética de la desdicha. Chanel quiso demostrar ayer que este mundo se acaba en pos de otro nuevo. Y echó manos de la miseria, el caos, las ruinas empobrecidas de cualquier ciudad aducida por la codicia y la perversidad del tiempo presente. Y convirtió la miseria en un autentico lujo. Porque este carnaval se presta ya a ser conjugado desprovisto de máscaras.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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