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La huelga imaginada





Aquella huelga no había sido convocada por los sindicatos y a éstos les pilló por sorpresa. Nadie sabía a ciencia cierta de donde había surgido aquella convocatoria, pero aquel día de lluvia fría e intensa, como la vida por aquel tiempo, la gente llenó la calle calentándola desde primeras horas de la mañana. Los bancos cerraron forzados por  sus empleados que  difundieron el nombre y apellidos de los mayores traficantes  de  guante blanco y corazón negro. Los  comerciantes no se encerraron dentro de sus negocios para ver pasar el tiempo, salieron a la puerta de sus comercios y los cubrieron de pegatinas donde se leía: “que nuestros impuestos paguen más maestras y menos generales”. Ese día las transacciones nacionales e internacionales se bloquearon y las acciones de las grandes empresas con domicilio fiscal en paraísos blindados, se derrumbaron. Porque la gente había decidido sacar sus ahorros de las cuentas bancarias en solidaridad con los jubilados expropiados y los miles de desahucios que dejaban regueros de apátridas frustrados. Los hackers  solidarios bloquearon las webs  de las multinacionales y la Bolsa cerró sumida en la ingravidez. Los peatones abandonaron las aceras y llenaron las vías vacías de coches. Las fábricas habían enmudecido desde la madrugada sin necesidad de asambleas ni referéndums, tal era la solemnidad de la unidad. Los profesionales de la justicia, jueces, fiscales y abogadas  hicieron una cadena humana que congregó a miles de ciudadanos a las puertas de los bancos donde se aglomeraban cientos de lanzamientos hipotecarios injustos. Los miles de parados y paradas de la ciudad, ese día no se quedaron en casa  humillados en la lúgubre soledad de su autoinculpación, salieron a la calle y la hicieron suya. Los conductores de autobuses, las taxistas, los panaderos, los bares, las pescaderías y las tiendas de ultramarinos cerraron sus puertas solidarias con aquella jornada de inusitada primicia.  A la entrada de las grandes superficies, cerradas a cal y canto sin necesidad de piquetes, se ofrecían lotes de comida para las familias más necesitadas. De cada uno de los hospitales y clínicas de la ciudad salían hileras de profesionales todavía vestidos con sus batas de trabajo. Portaban una pancarta que decía así: “sin nosotras,  la vida será más difícil de conservar”. Las universidades cerraron sus puertas tras una asamblea masiva de estudiantes que tomaron la ciudad en compañía de miles de jubilados y jubiladas que, ese día dejaron de cuidar nietos para sentirse, de nuevo, rentistas del heroísmo. Miles de mujeres, ese día se hicieron visibles, las cazuelas callaron en casa pero en la calle sonaron a un ritmo atronador. Ese día el consumo doméstico e industrial  bajó tanto,  que las compañías energéticas perdieron millones de euros.  Los funcionarios y las funcionarias de todos los sectores se hicieron fuertes en la plaza de mayor audiencia y proclamaron la necesidad de su existencia. Porque un estado social y publico sin ellos  está a merced de los tiburones del mercado. Miles de trabajadores autónomos y autónomas, coincidieron con los miles de parados y precarios que sesteaban, sin desearlo, como una agonía sin desenlace. Ese día juraron venganza aupados en su autoestima. Y los inmigrantes sin empleo, sin presente y sin destino al que volver, juntaron su voz a aquella marea humana que recorría la ciudad. La multiculturalidad era real. Aquella gente era  gente común que un día se vio inmersa en una huelga general inclusiva. Aquella huelga pudo pasar. 

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