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Contra la soberbia




Miguel Sanz no durmió bien la noche del jueves 11 de abril al viernes 12. Ese día, viernes de pasión para él,  declaraba como imputado por el cobro de dietas en la antigua CAN. Se acostó ya inquieto, no cenó y un murmullo interior, cercano al desasosiego le invadió mientras apuraba un vaso de leche caliente que le había preparado su esposa Villar. Apenas dijo nada y la mirada fija de su entrecejo se confundía en las sombras de una noche que se avecinaba larga. A las tres y cuarto  de la madrugada, sudoroso, se despertó agitado por un sueño extraño y cruel. Sus amigos más íntimos  le estaban azotando con látigos de brea incendiada mientras su cuerpo desnudo  colgaba de un árbol muerto y sin hojas. Ya no logró conciliar el sueño mientras  se removía incesante en la cama empapada por las secreciones que producen los miedos de dudosa procedencia interior. Apenas se reconocía.
Se levantó a las 6,30, el sol todavía no lucía aquella mañana, y él se preparó un café cargado. Lejos de tranquilizarse,  el café le dejó un amargo sabor de estómago que le procuró una molestia incisiva a la altura del esternón. De nuevo tuvo  miedo. Un miedo atroz a volverle la espalda al tiempo. Para tranquilizarse se puso a repasar su declaración ante la Juez María Paz Benito. Pero no podía concentrarse. Sintió nuevos temores  desconocidos para él, todo un navarro de los pies a la cabeza,  acostumbrado a bregar desde su ascenso al poder con todo tipo de inclemencias. Un triunfador que desconocía hasta anteayer el descenso a los infiernos, un fajador hecho a si mismo a costa de otros, por supuesto. Y entonces ocurrió algo imprevisto. Un ángel luminoso, resplandeciente,  de cabellos negros  y brillantes como la noche, le dijo lo siguiente: durante años, meses y días fuiste semejante a ciertos dioses ebrios de poder, durante años, no has puesto límites a tu cinismo, pero un cínico que se pretende consecuente, como tú,  César navarro, solo podrás serlo en tus palabras, porque tus gestos, y esta noche te he visto sufrir,  hacen de ti el ser más contradictorio. No obstante, continuo su perorata el ángel, cada uno de nosotros ha nacido con una dosis de pureza predestinada a ser corrompida por el comercio con los  políticos y sus desvelos. Pero lo más doloroso para ti, Miguel, quien hoy te verás  cara a cara  con tu destino, no es ya tu propia fatalidad, sino la tentación de tu propia decadencia.
Miguel Sanz palideció acosado por el pánico. A duras penas se vistió con su mejor traje y dijo adiós a su esposa Villar. A las nueve y media  del viernes 12 de abril hacía su aparición en las puertas del Palacio de Justicia de Navarra. Sonriente, un poco altanero  y sin prisas,  dijo algo así a su abogado: en este carnaval temporal todo se presta a ser conjugado con nuevas máscaras, enfrentémonos a la mediocridad del día demostrando que somos víctimas del hartazgo de tantos problemas indoloros. Acto seguido lloró, en privado, por supuesto.

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