Seis
millones largos, de vidas truncadas, de engañados y engañadas, de
supervivientes, de gentes que sobrepasan su propia capacidad de aguante, de
subsidiados y estigmatizados, de inclementes con su vida por decreto, a pura fuerza. Seis
millones y pico de biografías segmentadas, de recorridos truncados. Y todo por
qué y para qué. El por qué ya se lo saben, el para qué también. Para pagar el
precio de una sobresalto que nunca decidieron. Así que sobran las explicaciones. Explicaciones bien
sostenidas por la lógica económica pero que no llegan a satisfacer la duda del
porqué a mí sí y no a él, al que generó esta carnicería social. A los genios
equivocados, a los supremos usureros. Así que a ellos y a ellas esto no les sirve. Porque
esos seis millones y pico de epitafios sociales quieren volver a la centralidad de la que un día
fueron expulsados, a formar parte del imaginario social, a la posibilidad de
recuperar su protagonismo perdido. Robert Castel, ese gran pensador fallecido
recientemente, definió la exclusión del trabajo como un proceso de degradación, de desafiliación y desenganche de la vida misma. Nuestros seis millones y pico de desenganchados de la vida no saben ya a qué engancharse . O sí. Quizás eso es lo que la ministra de Trabajo, Fátima Báñez, está tratando de apañar con la mismísima Virgen del Rocío. Hilo directo con la santidad y la disciplina atónita. Aquí en la tierra como en el cielo. Serán los 6.202.700 mártires de la paciencia. Y de la traición de esos santones del PP que aún no han terminado de poner límite a su cinismo.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
Comentarios
Publicar un comentario