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¿Qué fué de aquellas colas del paro?


La semana pasada soñé que me quedaba en el paro. Leerse la  reforma feudal del mercado laboral tiene esos efectos secundarios. Así que por la mañana, sin saber si había dejado la alucinación en la almohada o no, me fui angustiado a  la oficina de la Rochapea. Desde el ascensor de Descalzos, la nueva Rochapea se ve roturada a cartabón. Imaginé entonces que también esa oficina habría sufrido similares efectos devastadores. Efectivamente. Me extravié en mi propio laberinto y la encontré muy cambiada. No me aclaraba  si aquello era una oficina de empleo o de desempleo. Por un lado, el Estado se empeña en llamarlas de empleo, pero la gente las conoce como oficinas del paro, lo que demuestra que la gente vive   la realidad pero  el Estado se la inventa.
A lo que iba. En aquella oficina reinaba un  silencio que cortaba el aliento. Nadie  protestaba, ni blasfemaba. Allí solo palpitaba la sumisión del vencido por la renuncia envilecedora. Luego eché en falta las colas que en la década de los ochenta envolvían el edificio. En esas colas se debatía, se almorzaba y se conspiraba; uno hablaba de su paro y alguno hasta lo movía antes de llegar al mostrador. Pero ya no hay mostrador. Ahora se ha individualizado tanto la atención que el  funcionario de turno, porque ahora hay que coger cita y turno,  no te ofrece empleo, sino la forma de  gestionar mejor tu desempleo. Eso me pasó  a mí. Les conté mi experiencia profesional. Pero eso  no les importó. Así que  me ofrecieron un ordenador para gestionar mejor mi empleabilidad, un vocablo que yo desconozco, y mejorar también mi orientación laboral. Yo no sabía que ahora  el empleo tiene ahora una orientación norte o sur, aunque me aseguraron que  se trataba de optimizarme a mí mismo, empoderarme o algo así, para garantizar mis competencias dada la escasez de empleo. Finalmente, una funcionaria muy amable  me ofreció  un curso para activar mi flexibilidad laboral. Y aquí es donde desorientado pedí consejo a un inmigrante que leía a Proust mientras esperaba su turno. Además de decirme que una vez que has leído a Proust, ya no eres el mismo, me aseguró que la flexibilidad es la última moda de estas oficinas. Consiste en creerte culpable de tu paro  y estar dispuesto a redimirte por ello. Para ello uno debe firmar un compromiso de  activación personal. Algo así como una penitencia para educarme en la buena voluntad y cambiar mi perro destino  a cambio de treinta avemarías. Pero nada me dijeron de la responsabilidad del Estado en la destrucción de empleo. Desperté del sueño con la cartilla del paro arrugada entre las manos. Por cierto, no sé porque le llaman tarjeta cuando es un simple papel que dura menos que un salivazo en la plancha. ¿No sería mejor una tarjeta de plástico duro, de larga duración, como el paro que soportan los 60.000 desempleados y desempleadas  navarras que ya no blasfeman sino que dan muestra de silencio y humildad? 

Artículo publicado en Diario de Noticias, mayo 2012

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