Joan
Rossell no solo es el vocero de los empresarios, es la voz del populismo más
bastardo. Rossell, el presidente de la patronal empresarial, se suelta la sin hueso, porque tiene los vientos de su parte. Es lógico. Su inmensa bocaza se abre solo para dar empujones a los obreros, a los
funcionarios y al sistema de protección social. Este tipo sabe jugar duro. Sabe
que tiene todo de su parte. Porque diga lo que diga, nadie le va a parar la
boca, ni los pies. Su ego, bastardo donde los haya, se crece en medio de la
precariedad, de la pobreza, del desempleo humillante. A los funcionarios les acusa de gastar folios y teléfono. Pero le encantaría prescindir de ellos y sustituirlos por contrataciones de día a día a cargo de ETTs. Y así, les
recomienda subsidio por vena, en vez de servicio público. Eso sí, le encanta, como a todos los que
tienen el ego encogido por la desidia de su personalidad, hacer saltar los
plomos de la actualidad. A Rossell, le va la marcha. Pero hasta cierto punto. No
se le ocurre comentar, si quiera comentar, algo de las inmensas tropelías que sus socios empresarios comenten a diario
blindados con la Reforma Laboral. O de cómo los empresarios financiaron, y
financian al PP de manera ilegal. No. Solo se le ocurre dudar de una de las
herramientas estadísticas de más aceptación y reconocimiento empírico puestas
en marcha hace tiempo. La EPA. A este tipo le suena raro que haya seis millones
de parados, lo deja en cinco. Vale chaval. Lo que tu digas. Podías ser así de
chismoso, de pajolero, de toca huevos, con las cifras de la corrupción, del
fraude fiscal, de la evasión de impuestos por parte de tus asociados o de de la amnistía fiscal que, al parecer, no te
mueve el músculo de vergüenza. Ni te calienta la boca.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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