Estos días hay una oleada de mendigos por las calles. Pero me veo a mí mismo siendo indiferente ante los
numerosos puestos de piedad callejera. Y presiento que dentro de mi se opera
una especie de filtro autosalvador. Pero también pervertido. Sensaciones , por
otro lado, muy propias de una manera de andar por la vida absolutamente
individualizada. Los hay, mendigos, de todos los colores, mujeres jóvenes, autóctonos
equipados con pancartas y manifiestos reivindicativos –en un ejercicio de
politización pública de la propia situación-, hombres subsaharianos de
rodillas, ancianos de blanca blanca a los que supongo un pasado notable y
culto, mujeres rumanas y no pocos jóvenes en estado de gracia solicitando unos céntimos para ir en autobús a no se sabe donde. Me
recrimino por no acceder a sus peticiones. O tal vez me ocurre como a Fernando Díaz
Plaja quien en 1982 decía que cuando era niño encontró en su casa unas lecturas literarias de primeros de
siglo entre las que había un ejemplo de esa connotación religiosa. Se trataba
de un muchacho que echaba una moneda desde el balcón a un pobre; apoyado en el
ripio, el poeta hacía que su padre le recriminara: "¿No te sonroja?, la
limosna no se arroja, se besa y se da en la mano". Yo ni siquiera la doy en la mano. Y me avergüenzo de mi mismo. Pero observo que algo está
cambiando en la percepción de la pobreza y la mendicidad. O al menos a mí me lo
parece. Quizás ahora todos somos más
pobres. Las estadísticas en el reino de España hablan de casi nueve millones de
pobres. Y eso quizá nos haga indiferentes ante nuestra propia pobreza, unas veces
manifiesta y otras oculta por la vergüenza de tocar fondo. Perez Galdós o Espronceda tendrían un filón para complementar
“Misericordía” o “El Mendigo”. Pero ya nadie hace novela social. O muy poca
gente arriesga en ello. Quizá Günter Wallraff, (el autor de Cabeza de turco), con su novela ”Con los perdedores del mejor de los
mundos” y, sobre todo, Upton Sinclair con la demoledora " La Jungla", novela sobre las inhumanas condiciones de trabajo en los mataderos de Chicago a principios del siglo XX, sean los más atrevidos. Sinclair conmovió a la sociedad americana en 1905 con la brutal descripción de la explotación en las cadenas de las factorías de la industria cárnica de Chicago, pero no menos inmisericorde resultó el relato de vida de los inmigrantes eslavos que morían en las cadenas de muerte de los mataderos. Obras que el mendigo de al lado de mi casa conoce. Así me lo dijo.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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