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Mendicidad






Hubo años en que la visión y contemplación  de un pordiosero, de un mendigo, de una persona pidiendo limosna en la calle, causaba una extraña sensación, mezcla de piedad  y solidaridad callejera. Además de una inquietud interna no exenta de culpabilidad. La política social al uso  prohíbe, con carácter general, su ejercicio de manera intimidatoria, molesta o coactiva. Así se expresa la ordenanza municipal de Pamplona, donde uno vive. Imagino que en otras ciudades ocurre lo mismo. Que es como decir, mirar para otro lado si no molesta, si no salpica a los escaparates del consumo y si no inquieta demasiado nuestra sosegada piedad mal encarada. Ya ven, la pobreza molesta a la vista pero no está mal vista su producción.  Y es que la crisis ha agudizado muchos procesos de precarización personal y familiar. Más aún, ha generado verdaderos boquetes en las familias que se ven abocadas a un auxilio público  y por derecho, cada vez más escaso y que casi  no llega. 

Estos días hay una oleada de mendigos por las calles. Pero  me veo a mí mismo siendo indiferente ante los numerosos puestos de piedad callejera. Y presiento que dentro de mi se opera una especie de filtro autosalvador. Pero también pervertido. Sensaciones , por otro lado, muy propias de una manera de andar por la vida absolutamente individualizada. Los hay, mendigos,  de todos los colores, mujeres jóvenes, autóctonos equipados con pancartas y manifiestos reivindicativos –en un ejercicio de politización pública de la propia situación-, hombres subsaharianos de rodillas, ancianos de blanca blanca a los que supongo un pasado notable y culto, mujeres rumanas y no pocos jóvenes en estado de gracia solicitando unos céntimos para ir en autobús a no se sabe donde. Me recrimino por no acceder a sus peticiones. O tal vez me ocurre como a Fernando Díaz Plaja quien en 1982 decía que cuando era niño encontró en su casa unas lecturas literarias de primeros de siglo entre las que había un ejemplo de esa connotación religiosa. Se trataba de un muchacho que echaba una moneda desde el balcón a un pobre; apoyado en el ripio, el poeta hacía que su padre le recriminara: "¿No te sonroja?, la limosna no se arroja, se besa y se da en la mano".  Yo ni siquiera la doy en la mano. Y me avergüenzo de mi mismo. Pero observo que algo está cambiando en la percepción de la pobreza y la mendicidad. O al menos a mí me lo parece. Quizás ahora todos  somos más pobres. Las estadísticas en el reino de España hablan de casi nueve millones de pobres. Y eso quizá nos haga indiferentes ante  nuestra propia pobreza, unas veces manifiesta y otras oculta por la vergüenza de tocar fondo.  Perez Galdós o Espronceda  tendrían un filón para complementar “Misericordía” o “El Mendigo”. Pero ya nadie hace novela social. O muy poca gente arriesga en ello. Quizá Günter Wallraff, (el autor de Cabeza de turco),  con su novela ”Con los perdedores del mejor de los mundos”  y, sobre todo, Upton Sinclair con la demoledora " La Jungla", novela sobre las inhumanas condiciones de trabajo en los mataderos de Chicago a principios del siglo XX, sean los más atrevidos. Sinclair conmovió a la sociedad americana en 1905  con la  brutal descripción de la explotación en las cadenas de las factorías de la industria cárnica de Chicago, pero no menos inmisericorde  resultó  el relato de vida de los inmigrantes eslavos que morían en las cadenas de muerte de los mataderos. Obras que el mendigo de al lado de mi casa conoce. Así me lo dijo.  



                 


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