En cierta ocasión,
Manuel Vicent, en su columna dominical de El País, en esa que sin renunciar a
la lírica, escupe dosis de bellaca realidad
embellecida, llegó a decir que esta situación, la que nos toca vivir, a
unos más que a otros, no podía ser por más tiempo descrita. Porque ya no cabían
las palabras. Porque todo, o casi todo
está dicho. Y que ante eso solo cabía renombrar el mundo apelando a la
literatura. No para sucumbir al engaño, ni para la autoreclusión preventiva de
los iconoclastas del desengaño, tampoco como adictivo paralizante, ni utilizada
como dosis de arsénico balsámico. NI
siquiera como aguardiente intelectual o pasatiempo ante el nihilismo político
reinante. Solo como manera de reentender y de nombrar lo que ocurre. Porque la
realidad vendida, traficada, secuestrada, despolitizada y bastardeada, está
vacía. Se han empeñado, alguien, de que se vacíe. Suena, sí, pero está vacía.
Por eso no somos capaces, no de entenderla, sino de encontrar los huecos por
donde intervenirla.
Últimamente me ocurre. Hay veces que
exprimo mi motor de búsqueda interno. Que lo acelero, pero llego a un punto de impredecible negrura. No
logro ir más allá de las puras explicaciones técnicas y racionales de lo que
ocurre. Sé cómo y porqué se ha fraguado todo. Y sé, como muchos, dónde está la
clave del desplome, sus culpables, y hasta las maneras de acabar con este
cementerio de muertos. Pero nada ocurre. Y servidor se bloquea por dentro. Y
creo que le ocurre a la gente. Lo demás es pura charlatanería, distracción,
ganas de marear la perdiz o de marearse a conciencia uno mismo, por puro
desconocimiento e incapacidad.
A veces intento buscar
algún lugar donde encontrar consuelo, saber dónde ha ocurrido esto antes. Y hay
muchos momentos, lugares y citas donde acudir. Pero me viene a la memoria la
situación de Argentina, su crisis de 2001, esa crisis que destrozó a millones
de familias y dejó a otros miles en la pobreza más absoluta. Los argentinos pensaron, reflexionaron y escribieron sobre
lo que les ocurría. Años después, al menos cuatro novelas que yo conozca,
trataron de desentrañar, no las claves de lo que ocurrió, sino cómo se vivió y
qué tráfico relacional y emocional
establecieron los argentinos con respecto a la crisis. Fueron estas: El grito, de Florencia Abbate (Emecé, 2004); Plop,
de Rafael Pinedo (Interzona, 2004); El
año del desierto, de Pedro Mairal (Interzona, 2005); y Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro (Alfaguara, 2005).
Echo en falta literatura española de la crisis.
Pero no como lucimiento personal ante la
misma, ni como objeto de tráfico y consumo, ni como relato costumbrista, ni tan
siquiera como trampolín de voceros. Eso
ya lo sabemos. Echo en falta una literatura de la deconstrucción de la
crisis, para devolverla a los lectores en clave de herramienta interna de
combate. Personal e intelectual.
Salvo algunas aproximaciones de Isaac Rosa, Rafael Chirbes y Ricardo Menéndez Salmón, apenas se alzan voces en el panorama literario -que me perdonen los que se sientan ofendidos- que se dejen seducir por la implicación brutal de este desaguisado económico y social. Bueno
sí, Miguel Sánchez Ostiz, un navarro incómodo, lenguaraz y poco amigo de
concesiones. Espero impaciente su último texto sobre litertura de la hiel, El
asco indecible.
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