Caminaba cerca de la estación de Renfe, eran las once de la mañana y el frío de Pamplona apretaba como los recortes de un tal Mariano. Cerca de un contenedor de basura, ahora tan cotizados por gentes traumadas por un presente inclemente; un hombre, quizás rumano o húngaro, alto, delgado y con la mirada perdida entre los pliegues de una ropa ajada por el tiempo, caminaba de la mano de un niño de no más de ocho años. El pequeño, de rostro moreno y piel brillante como la vida por delante que podría esperarle, echó a correr hacia el contenedor. Me acordé de algunas imágenes vistas y revistas en la televisión. Hace tiempo, cuando nosotros gozábamos de ese plus de felicidad por decreto que ahora se dispone a ser rescatado por malversación. El niño vio un camión de bomberos, prácticamente nuevo, y volví a reiterarme que tal vez habríamos vivido por encima de nuestras posibilidades. Pues tirar un camión de bomberos nuevo, o casi nuevo a la basura en estos tiempos de incendios, podía ser una broma de mal gusto. Pero allí estaba el camión, flamante. El niño lo cogió y se lo mostró a su padre quien lo observó con detenimiento y en un gesto inundado de belleza, se lo entregó a su hijo como un regalo llovido por un cielo ennegrecido. Pero la sonrisa del niño borró de un plumazo la severidad del tiempo que se detuvo ante el contenedor. Me acordé entonces del texto "Claus y Lucas", de Agota Kristof, esa gran autora húngara quien narró con un estilo despiadado los escenarios sombríos de la Europa del Este suspendidos entre la guerra y la paz. En "La Tercera mentira", de Agota Kristof, pasado los horrores de la guerra mundial, los hermanos Claus y Lucas, de la edad de ese niño que he visto hoy cerca de un contenedor de la Renfe, tratan de alcanzar, a través de sus travesuras, la verdad duradera, la única posible, la edad de la inocencia, esa que comienza con ese camión de bomberos que todos hemos utilizado para apagar el fulgor de nuestros sueños.
Hace 15 años escribí este artículo en Noticias de Navarra. Hoy hace 15 años de la muerte de este inmenso poeta catalán. Mientras algunos políticos analfabetos se enriquecen por el morro, mueren los poetas. A uno el cuerpo le pide mandarle a ese tal Galipienzo uno de los poemas de Miquel Martí i Pol, el poeta-obrero catalán muerto el martes pasado. Pero hay algunos hombres tan necios que si una sola idea surgiese de su cerebro, ésta se suicidaría abatida por su dramática soledad. Por eso prefiero seguir leyendo a este inmenso poeta que se ha ido en busca de un mundo donde reconstruir sus utopías. Miquel Martí i Pol fue una de las voces emblemáticas de la poesía catalana y un referente imprescindible de la identidad catalana. Un escritor de enorme carga emocional, un hombre que construía versos con los que se jugaba la vida en cada instante. Un obrero de toda la vida que empezó a trabajar a los catorce años en una fábrica de Rod...
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