Caminaba cerca de la estación de Renfe, eran las once de la mañana y el frío de Pamplona apretaba como los recortes de un tal Mariano. Cerca de un contenedor de basura, ahora tan cotizados por gentes traumadas por un presente inclemente; un hombre, quizás rumano o húngaro, alto, delgado y con la mirada perdida entre los pliegues de una ropa ajada por el tiempo, caminaba de la mano de un niño de no más de ocho años. El pequeño, de rostro moreno y piel brillante como la vida por delante que podría esperarle, echó a correr hacia el contenedor. Me acordé de algunas imágenes vistas y revistas en la televisión. Hace tiempo, cuando nosotros gozábamos de ese plus de felicidad por decreto que ahora se dispone a ser rescatado por malversación. El niño vio un camión de bomberos, prácticamente nuevo, y volví a reiterarme que tal vez habríamos vivido por encima de nuestras posibilidades. Pues tirar un camión de bomberos nuevo, o casi nuevo a la basura en estos tiempos de incendios, podía ser una broma de mal gusto. Pero allí estaba el camión, flamante. El niño lo cogió y se lo mostró a su padre quien lo observó con detenimiento y en un gesto inundado de belleza, se lo entregó a su hijo como un regalo llovido por un cielo ennegrecido. Pero la sonrisa del niño borró de un plumazo la severidad del tiempo que se detuvo ante el contenedor. Me acordé entonces del texto "Claus y Lucas", de Agota Kristof, esa gran autora húngara quien narró con un estilo despiadado los escenarios sombríos de la Europa del Este suspendidos entre la guerra y la paz. En "La Tercera mentira", de Agota Kristof, pasado los horrores de la guerra mundial, los hermanos Claus y Lucas, de la edad de ese niño que he visto hoy cerca de un contenedor de la Renfe, tratan de alcanzar, a través de sus travesuras, la verdad duradera, la única posible, la edad de la inocencia, esa que comienza con ese camión de bomberos que todos hemos utilizado para apagar el fulgor de nuestros sueños.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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