¿Ustedes
duermen bien?, usted señora Sáenz de Santamaría; usted, príncipe de los estafadores,
señor Rajoy, usted, taciturno y afónico bufón Rubalcaba, usted señores Wert,
Montoro, y cuantos forman este gobierno de exacerbada indignidad, cuantos desde
la oposición más silenciosa y cobarde haya parido esta inconclusa y traicionada
Transición; ustedes, amigos de banqueros y sátrapas bendecidos por la santa
madre Iglesia y por la contaminada red de corrupción instalada en la más hondo
de las entrañas de este país, amigos de trileros, de farsantes y patrañeros, de
maquilladores de la opinión, ustedes periodistas de la desinformación
intencionada, ustedes obispos de silencio de guardar cuando interesa y de
agitación poscoital cuando les sale de entre los pliegues de la bragueta moral,
ustedes subsecretarios de Estado y directores de la nada, del vacío, de la pifia, receptores impúdicos de sueldos y dietas
inmorales, cuatreros de guante blanco, ustedes, amigos de los amigos de
los tiburones y sicarios bancarios de dentellada afilada en la yugular de las pensiones
miserables de la plebe española, amigos de falsificadores de cuentas
corrientes, de diarios y balances, e incluso de la propia vida. Ustedes comunicadores indecentes de
la mentira fabricada en los hornos de la
falsedad vendida como verdad inmutable. Ustedes señorías, quienes miran
para otro lado y viven de los réditos del lado contrario, o del contrario a secas, ustedes ¿duermen
bien?, porque si ustedes duermen bien y los músculos de la sensibilidad, que
son los que reflejan los movimientos del alma, no se les contraen, entonces, el tiempo ha
dejado de respirar. Si ustedes duermen
bien inspirando y expirando ese tiempo helado y si en sus plácidos despertares, ustedes
no sangran remordimiento, entonces
ustedes deberían entonar el réquiem de los náufragos. Ustedes han perdido el
timón de su propia existencia a costa de la muerte ajena, la de los vencidos
por fuerza mayor. Esos a quienes ustedes han condenado al silencio de los
corderos, los que no cuentan en sus cuentas, en sus balances, en sus dosieres enfangados de mierda. Llegados aquí, nosotros, la gente de a pie de obra deberíamos alzar la mirada. Elevar
la frente, mirar hacia atrás y comprender qué ha ocurrido. Cómo nos han traído
hasta este desierto donde la verdad se ha exiliado en la pestilente eternidad. Y sólo
entonces, cuando la película del mal se haya consumado; deberíamos reocupar la vida y reinventar el presente. Ahora
todas las aguas tienen el color de los ahogados. Rafael Argullol, dijo en su
breviario El cazador de Instantes “
cuando parece que nos han dejado fuera de combate, es cuando más hay que
confiar que el próximo asalto será el definitivo a nuestro favor”
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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