Hay
días en que el invierno confunde las Bajas esferas con los altos fondos y Jesús
Prado ese hombre que, según él mismo afirma, se dedica exclusivamente a esperar a
la muerte y trata en vano de contemplar una inmaculada primavera que huele a café recogido por la mano
de Joseph Roth. Mientras tanto, allá en la Cuba caribeña, ese Hombre que amaba a los perros le
destrozaba el cráneo a Leonardo Padura en cuya defensa acudió Zigmunt Bauman y
dijo que no había lugar a la protesta porque había sido una cuestión de Daños
colaterales, algo que también el propio Pascal Mercier
había comprobado mientras viajaba en un Tren nocturno a Lisboa. También estaba implicado en el tráfico de explicaciones Enrique Vila Matas, quien algo dijo de todo ello mientras
paseaba por Dublinesca. No obstante, afirmo Rafael Reig que Lo que no está escrito no tiene valor salvo que
Leonardo Padura se confesara de sus crímenes ante Belen Gopegi y lo hiciera abogando por Lo
real, lo único que puede ser medido y testado en este asqueroso mundo que ya empezó a oler mal en La jungla, donde Upton Sinclair casi murió después de contemplar como la vida se escapaba por los desagües de los mataderos de Chicago. El ya soñaba con el Sueño del celta, pero Vargas Llosa no quiso ser cómplice de aquellos traficantes y espías inspirados por Fernando Castillo, que dejó claro quien mandaba en aquella Europa, de la que tanto quiso saber y dejo escrito Contra toda esperanza, Nadiezhda Mandelstam. En esa bella historia de amor había posos de café que nos interrogan sobre el significado de lo humano, algo completamente ajeno a La piel de Europa que atravesó Curcio Malaparte mientras el nazismo bastardo escupía entre su fauces unos diarios de su tiempo de los cuales Victor Klemperer quiso Dar testimonio hasta el final. Leo con miedo, angustia y fervor ese recorrido por el terror y uno llega a pensar que Sin destino no hay lugar para la esperanza. Me lo dijo un día Imre Kertész, pero yo no creía que ello fuera posible, salvo que así lo confirmaran Los detectives salvajes mientras espiaban sin piedad, para denunciarlo públicamente como un traidor a la literatura autocomplaciente, a un tal Roberto Bolaño que murió con medio siglo de existencia. Aquello, a mi, que tenía cuatro años menos que él cuando los vientos de guerra y sangre soplaron en su contra, me estremeció y me hizo sentir miedo. Tanto como el que se siente cuando el Breviario de la podredumbre inunda con sus ecos de muerte la habitación en que ahora oigo los ecos de las lecturas d Cioran. O los graznidos del Cuervo blanco, aquel hombre que no aspiraba a nada, solo a elaborar la obra más monumental imaginada por mente humana, el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana. Algo que no logró, porque no era para tanto, pero que Fernando Vallejo se empeña en demostrar. Allá el. Que lo haga Por cuenta propia, o contando con Rafael Chirbes, quien se afana en leer y escribir, como si con ello lograra la Liberación en la que Sandor Marai se empeñó también sin que aquella, que un día logró sentir, le sirviera para no pegarse un tiro. Un tiro no, más de uno se oyen en Blak, blak, blak, como reiteraciones mecánicas de un motor trucado por Marta Sanz. Quizás pareciera que este texto se asemeja a la Historia natural de la destrucción, sin orden ni concierto, desarmado, como las manos y la mente de W.G. Sebald. Quiero acabar, y la música de Ludovico Einaudi no me deja. Me ata sin piedad a su inmensa belleza, a su inenarrable piedad, la que ejerce Mi madre, con quien un día leí a Richard Ford. Quizá la posmodernidad sea esto, una mezcla de desaliento aprendido y solo superado por ciertos libros y un poco de música.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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