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La mala costumbre

Lean a esta mujer. Háganlo para salir del armario o para destrozarlo con lágrimas en los ojos. Lean a Alana S. Portero como se lee a Genet, a Paul Preciado o a Valle Inclán. Con la tensión crujiendo tras cada salto de página, con la angustia que se siente cuando tienes un anzuelo atravesándote la garganta, con el dolor que se siente cuando una motosierra te trepana el cerebro. Porque todo eso nos pasa cuando leemos “La mala costumbre” . Porque esta novela autoficcionada es un descenso a los infiernos donde el dolor no tiene tregua. Pero también es una búsqueda incesante de ese cuerpo ajeno, extraño, propio y común que siente una rabia seca tras llegar al fin de la noche sin regalo alguno. Pedro Almodóvar recomienda leer esta novela para “hacerse una idea de cuánto sufrimiento, cuanto dolor, cuánto riesgo hay en el hecho de nacer en un cuerpo equivocado”. Yo creo que Almodóvar se equivoca. Pues no hay cuerpos equivocados. Hay sociedades, ideas, conceptos, ficciones equivocadas. Porque ese cuerpo de Alana, que siempre estuvo jugando al escondite de la existencia, no es extraño, dolerá sí, pero es la mejor metáfora para comprender que hay que acabar con las malas costumbres. Léanlo, y no paren hasta que le duelan los ojos. Lean a Alana S. Portero, porque como ella misma dice al concluir esta travesía, “no tenía nombre pero existía. Habitaba mi propia leyenda, no tenía nombre pero era Hécuba triunfante, Casandra, Carmilla, la madrasta de Blancanieves, la Dama del Lago, Afrodita, Cristina Ortiz, Sor Juana Inés y la Reina de Mayo. Era todas las mujeres.”

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