No es fácil sostener que el derribo de este lugar de humillación, es la única redención posible para los miles de asesinados navarros en el holocausto español de 1936. Y no por falta de argumentos.
Y es que casi todas las opciones conservacionistas del monumento abogan por la resignificación del mismo dotándolo de nuevos usos y reactivándolo a través de valores pedagógicos, artísticos, museísticos, históricos o monumentales. Así las cosas, la propuesta del derribo es acusada de populismo buenrrollista o diagnosticada como una patologización memorialística de nuestra historia.
Es por ello que esta opción se enfrenta a un gran reto intelectual y político si quiere lograr consensos reparadores.
Conviene por tanto distinguir entre lugares de memoria y lugares de humillación. Lugares de memoria serían los campos de exterminio, las fosas comunes, el Fuerte de Ezkaba o la cárcel de Sementales de Tudela, espacios que hay que conservar. Para evidenciar el mal y la muerte. Para visibilizar la violencia que se usó contra las víctimas. Esos lugares hay que mantenerlos para que esa violencia no quede impune y la historia no se repita.
Los lugares de humillación, como es el caso, se construyeron e idearon para ensalzar el valor de los golpistas y glorificar sus crímenes. Son lugares de afrenta pues en ellos se consagraron valores que “justificaron” la muerte de millares de personas. Esos espacios no pueden conservarse ni resignificarse puesto que no hay resignificación alguna que pueda reescribirse por encima de ese trauma, de esa carnicería sin justicia alguna.
Así que toda propuesta que no desactive la monumentalidad física que encarna la perpetuación de los asesinatos y la victoria fascista, ni repara la memoria histórica, ni hace justicia con los asesinados y sus familias.
Por tanto, la resignificación, como memorial activo, solo podrá activarse sobre el campo baldío de su sombra desterrada.
Foto: Ione Arzoz
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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