Hoy se inaugura en el Planetario de Pamplona una exposición fotográfica de altura. Lleva por título: “Nos queremos en las cimas/Gailurretan izan gaitun”. Y va de mujeres alpinistas, de aquí, de Euskalherria, que a lo largo de los últimos cien años han ascendido a las montañas más importantes del planeta. Muchas lo hicieron en silencio o sin publicitar sus logros. Otras, a sabiendas, asumieron los retos de su atrevimiento porque creían que nunca es demasiado tarde para nada. Y superaron muros, prejuicios y estereotipos haciéndose un hueco en un mundo de hombres. La exposición se enmarca en el centenario de la creación, en Elgeta, de la Federación Vasco Navarra de Montaña en 1924.
Algunas de estas pioneras todavía viven y superan los 90 años. Como Paquita Bretos o Maritxu Sorabilla, mujeres que todavía miran hacia delante con curiosidad. En sus mesillas de noche descansan sus fotografías más emblemáticas. Algunas se exponen en esta exposición que recoge sus proezas silenciosas. A muchas, a las de antes y a las de ahora, el alpinismo les permitió escapar de los espacios de género asignados. Y en esto, todo hay que decirlo, los clubes de montaña facilitaron ese tránsito pues fueron espacios seguros de participación. Clubes que hoy sobreviven frente a unas dinámicas competitivas absolutamente colonizadas por el neoliberalismo deportivo.
Esta exposición rinde homenaje a todas esas mujeres. A las que están y las que faltan. A las de antes y las de ahora. Porque entre todas han ensanchado las montañas convirtiéndolas en un territorio sin género.
Muchas fotos huelen a sepia, sí. Pero no guardan nostalgia. Son destellos de un valor imprescindible. Como el que exige la escalada o la conquista de una cima. Esas cimas en las que ellas se han hecho fuertes. Gailurretan izan gaitun.
No se la pierdan. Suena tan bien como esa canción de John Denver: Rocky Mountain High
Foto: Maritxu Sorabilla y Mari Angeles Ziganda, Collado de la Gran Facha, 1950
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
Comentarios
Publicar un comentario