Ocurrió que el 29 de noviembre había que ser felices. Por decreto de alcaldía.
Ese día, subí a Pamplona y el centro parecía una rave valenciana de las de antes. No tenía buen día, así que me sentí culpable por no participar de aquel jolgorio. Pensé entonces que quizá la alcaldesa lbarrola se aburría. O que aquella ciudad vivía a faltaba animación. Entonces entendí todo. Si Ibarrola no era capaz de gobernar la ciudad como dios manda, había que reinventar la gobernanza a golpe de días felices, actos emocionantes, eventos increíbles y luces y farolillos, muchos, a miles. Así que dicho y hecho. Y es que aquella sensación de bienaventuranza que vivió la ciudad el 29N, fue lo más parecido a las fiestas que organizaba el Gran Gatsby en las noches de verano. Solo había que ver a toda aquella gente maravillada, mirando al cielo incendiado de farolillos con la gloria meciéndose sobre sus cabezas.
Me pregunté entonces por qué no era capaz esbozar una sonrisa brillante ante el futuro, como la de nuestra alcaldesa o esas 80.000 almas que participaron el día de San Saturnino de la nueva filosofía neoliberal del entusiasmo. No supe qué contestarme. Aunque creía que una ciudad siempre necesita gente que le eche agua al vino para rebajar la euforia.
Pero aquella festivalización no tenía fin. La semana pasada Pamplona fue considerada la ciudad de España con mayor calidad de vida según el informe “La calidad de vida en las ciudades españolas”.
¿Por qué me negaba a la evidencia?. Solo podían salvarme un par de dudas. El informe no le había preguntado nada a la vecindad del Casco Viejo, gente que soporta día sí día también las vomitonas de todos esos eventos que nos hacen tan felices. También me extrañaba el título de ciudad ejemplar cuando decenas de personas duermen al raso cada noche.
A esto Ibarrola me respondió que la fiesta eterna es ya una forma de hogar. Y ahí me dejó.
Foto: Jonas Bendiksen/Magnum Photos
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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