Sé que estas líneas no servirán de nada. A lo más para aplacar mi propio desconsuelo. A veces uno escribe para eso. Pero hoy ni siquiera. Y sí, ayer allí hubo una alta concentración de indignidad en la calle. Y muchas palabras alzadas como banderas arrastradas por el fango. Cómo no hacerlo ante la desecación humanitaria en Gaza. Como no hacerlo cuando allí la gente respira como cuando uno acaba de ser alcanzado por un disparo perfecto.
Pero ayer sabíamos que hoy todo seguiría igual. Los mismos telediarios, las mismas imágenes teñidas de sangre y ceniza. Y el tremendo delirio de la agonía convertido en el postre de cada día.
Y así nos preguntamos qué tiene que pasar para que miles de niños dejen de ser asesinados porque Netanyahu piensa que no pasa nada por matarlos. Qué tiene que pasar para frenar este genocidio permitido de palabra, obra y omisión por medio mundo donde las pocas palabras en contra suenan como voces sin eco. Ingenuamente te preguntas también, quién puede dar la orden, tomar la decisión o echar esa firma que frene esta carnicería. Si habrá alguien con poder real para contener esta hemorragia moral a sabiendas que Israel esencialmente es una sucursal militar de Estados Unidos. Y te dices que ya nada puede ser peor. Porque Israel se ha arrogado licencia moral para matar y porque en esta guerra los mandatos bíblicos se toman al pie de la letra.
Esto viene a confirmar lo que Franco Berardi dice: que las relaciones sociales y geopolíticas actuales solo se pueden explicar en clave psicótica. Quizá. Pero no olvidemos que esta guerra, además de sangrienta, es económica y colonial. Y obedece a los preceptos capitalistas de acumulación y extracción de un territorio sometido a una limpieza étnica.
El alto el fuego vendrá, no cuando la sangre derramada sea tanta que hasta los demonios lloren de tristeza, sino cuando en algún sitio las cuentas no cuadren. ¿De locos? Y algo más también.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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