Lo peor de las guerras es que te acostumbres a ellas. A la alta velocidad de su esquizofrenia. Algo de esto sentí al coger móvil. De pronto se abrieron varias de ventanas que mostraban publicidad, el precio de un audífono, unas “tablets” a precio de sandalias, un chocolate que arrasa y no engorda, un crecepelo instantáneo. Sigo jugando con el dedo sobre la pantalla y, como si formara parte del mismo entretenimiento, aparecen fotos del bombardeo de Gaza y varios muertos recostados sobre la rueda de una ambulancia y un padre con su hija en brazos envuelta en sangre y ceniza y un abuelo besando la frente de su nieto muerto y dos mujeres heridas sosteniendo a sus hijas inertes y edificios agujereados como un queso gruyere y coches reventados con gente cristalizada dentro y animales vacíos y el olor a acetona, que es a lo que huele tanta muerte. Y me paro. Y me pregunto por qué estoy viendo esas imágenes convertidas en consumo de muerte y dolor ajeno, homogeneizadas, serializadas mediante emoticonos para interactuar con ellas, me gusta, me horroriza. Subo el dedo hacia arriba y vuelvo a los anuncios y noto que la realidad se ha nivelado pues el chocolate se ha mezclado con la sangre. Me digo hasta qué punto ha llegado nuestra abyección moral y nuestra insensibilidad si tratamos o consumimos del mismo modo un vídeo de gatos estúpidos y el infanticidio en masa de Gaza.
Susan Sontang reflexionó sobre esto en el ensayo: “Ante el dolor de los demás”.
Decía que si nos situamos como espectadores y consideramos el sufrimiento ajeno como un espectáculo, al final puede que no lo consideremos real. Que saturados de imágenes crueles puede que estemos perdiendo capacidad reactiva. Lo que no evita que sintamos compasión hacia las víctimas. Pero la compasión aséptica es una virtud inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita.
No sé si vamos hacia ese abismo moral. Pero me pregunto qué pasara si nos acostumbramos.
Foto: Larry Towell/Magnum Photos
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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