Tras ver todos los telediarios desangrándose con las imágenes del infanticidio palestino, me dolía la cabeza. Fui a por un par de paracetamoles, pero se me habían acabado así que decidí ir a la farmacia. Como no he desarrollado manías fijas, busqué una de paso que paseaba. Vi una inmensa, toda ella acristalada y muy iluminada, como si dentro estallase una discoteca. Decidí entrar pues el dolor iba camino de convertirme en una marioneta. Al entrar, una luz intensa y serena se amasaba con un penetrante aroma de orquídeas mezcladas con incienso. Creí regresar a la infancia. Pero no. Aquellos olores me recordaron que debía cambiar las sábanas. En ese momento dudé si había entrado en una farmacia o en un pasadizo hacia la eternidad pues sonaba una canción de Piazzola. Y aquella luz recortaba la negrura del día-
Me fijé en las ordenadas estanterías lacadas de un blanco teológico. La vista se me iba al aglomerado de productos que simulaban un cuadro de Mondrian. Podías elegir entre productos de fitoterapia, dermocosmética , probióticos, dietética, pastillas para bienestar urinario y capilar, para las manchas solares, la higiene bucodental y una inmensa variedad de envases de diseño para el cuidado y sostenimiento del rostro. Se me cansó la vista pues a la vista de todo aquel arsenal creía necesitar de todo un poco. Había ido a por paracetamoles pero allí me sentí aliviado y sin dolor de cabeza. Sin embargo ahora notaba la inclemencia de la próstata mezclada con una ansiedad metálica. En un espejo me vi mala cara y con algo de tripa, así que busqué en la sección de cosmética activa y en los anticelulíticos algo para aquella enorme nostalgia del pasado. Pero a medida que seguía consultando productos , me notaba más imperfecciones. Me veía más calvo, creía dormir poco y mal, me faltaban probióticos, -según me observó la farmacéutica- y la hiperpigmentación cutánea denotaba cierto riesgo de cáncer de piel, -dijo. Me recomendó entonces varias dosis de Retinol y también un kit de Microdermoabrasión. Me di cuenta entonces que llevaba encima un cargamento contra la vejez prematura. Y yo había entrado allí a por unos paracetamoles.
Volví a casa, encendí la TV y Gaza ya solo parecía un queso gruyere, y aquel infanticidio seguía sin respuesta alguna, más allá de millones de lágrimas que quemaban los ojos, sí, pero poco más. Cambié de canal y un tipo llamado Abascal clamaba contra una dictadura imaginaria. Bramaba con esa voz que al oírla te dan ganas de morirte o de amasar un pan. Me acordé entonces de una frase de Cioran: Hay almas que ni siquiera Dios podría salvar, aunque se pusieran de rodillas a rezar por ellas. No recé, solo me tomé los paracetamoles.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
Comentarios
Publicar un comentario