Nunca he sentido miedo leyendo. Pero adentrarse en las páginas de "Espacio negativo" es ingresar en un territorio por el que jamás había transitado. Porque ha sido como atravesar una ciénaga donde una extraña fuerza te absorbe y empuja ante un escenario de terror cósmico, sobrenatural. Y descubres que estás ante un mundo extraño.
Todo trasncurre en un pequeño y devastado pueblo (Kinsfield), de la Norteámérica profunda. Allí los adolescentes, tras rituales mágicos, se suicidan en cadena por nada. Porque sin oportunidades materiales ya no hay esperanza alguna y solo la desolación se presenta como la ultima redención. Porque no hay nada en estas vidas sesgadas por la sociedad de consumo, nada salvo la hiperadicción a los dispositivos tecnológicos, los chats de Discord, la música trap, la convulsión extracorporal tras el hipnótico consumo de drogas, la automutilación, los rituales, la brujería moderna o la búsqueda de experiencias sobrenaturales a través de trances chamánicos con la Espira, una planta alucinógena.
No, esta novela de difícil clasificación, no es apta para cualquiera, incomoda, duele, trastorna y sientes un profundo desquiciamiento frente a la indiferencia ante el sufrimiento y la crueldad a que se someten los adolescentes que deambulan por estas páginas.
Porque cuando, nada más empezar, lees esto: “Era la forma en que malgastaba su cuerpo. Como si nada. La forma en que se cortaba el torso y los brazos con un cúter. Los días enteros que pasaba sin dormir, tomando pastillas y fumando en lugar de comer. Todo el mundo sabía que Tyler iba a morir joven”; tiemblas, porque quizá –piensas- estás asistiendo a un coágulo literario en directo o a una nube toxica que te atraganta mientras lees. Y sabes, si sigues adelante, que esos adolescentes sin pasado, ni presente ni futuro, están condenados desde la primera línea y que se están enfrentando al fin del mundo.
Dice Mariana Enriquez que: “Espacio negativo quizá no sea una novela para todos, pero su mezcla de violencia, desolación y estados alterados habla de un desgano vital que consume con más eficiencia que la “Espira” y los suicidios. Hasta la huida resulta no imposible, pero inútil, porque los brazos de la oscuridad son largos, fuertes, y están atentos”.
Así que no sé si recomendarlo o arrepentirme de haber escrito estas líneas.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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