Me pregunto si en hipocampo de Netanyahu siguen almacenados los recuerdos de los hipocampos de concentración judíos. De esos millones de asesinados que son su antepasados. Si en los cientos, miles, quizás millones de hipocampos de judíos fascistas de hoy día, esa memoria sigue viva. Si toda esa memoria sigue escociendo como una agonía sin desenlace. Si en algún momento, esta matanza palestina bendecida por Yahveh, el dios de los judíos que guarda un asqueroso silencio ante tanta muerte ajena a su fe, mueve algún músculo tocado por la conciencia, la compasión, la verdad, la piedad o la justicia. Me pregunto si el peso de las almas de esos seis millones de judíos asesinados en los campos nazis, no es suficiente para remover un país abocado al fascismo homicida por su casta política más totalitaria y bastarda. Me pregunto si esos seis millones de almas judías, no vagan por algún lugar del cielo Israel. Si allí arriba no se mezclan con olor dulzón de tanta muerte. Rodrigo Fresan dice que “no hay nada más atroz que la idea de que los muertos vuelvan y estén muertos”. Y ya no digan nada, que callen sin mover el miedo, ni la luz de las tinieblas, ni el dolor propio ni el ajeno, ni siquiera recuerden su último segundo, donde todo dejó de ser.
Me pregunto si esas almas errantes, con sus esqueletos colgando de un trozo negro de la historia, no son suficientes para remover las tripas abiertas de esa banda de fascistas que gobiernan Israel.
Me pregunto. Pero al final solo me preocupa quién pondrá flores a esos muertos, a esos miles de palestinos, como única prueba evidente que el pasado no se marchite.
FOTO: Holocaust Museum
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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