La DANA, lo que antes era una tormenta inesperada y salvaje, golpeaba los cristales de la ventana que repicaban como una sinfonía de Mahler. Y me atrapó cargando de melancolía aquella luz gris que destilaba la lluvia salvaje.
Me había propuesto una dieta de nostalgia. Últimamente me topaba con amigos que solo lograban hablar del pasado. Y sentía que aquello no era obra de la edad, o no del todo, sino de una potente industria de la nostalgia que nos tenía atrapados. Al menos a la gente de cierta edad. Esa industria, visible en todo, en el cine, los libros, la radio, los anuncios, las canciones, trataban de mantener al público en un confortable duermevela nostálgico. Pero eso nos lleva a una amnesia masiva, pensaba.
En estas estaba cuando eché la vista al viejo aparato de radio de los 80. Decidí saltarme la dieta. Moví el dial y lo situé en la ciudad de Budapest. Y entonces sonaron los ruidos de la avenida Andrássy y los gritos que salían de las ventanas de sus viejos edificios. Hice lo mismo con Berlín. Y sonaron las bocinas de sus coches raspando el cemento de sus calles y la luz de su escaso sol. Me fui a Roma. Y aquí, sonaron los susurros de una pareja. Pegué el oído al altavoz pues intenté descifrar lo que decían. Acababan de follar atragantados por la incomodidad del silencio final. Ella dijo algo así como que no podía soportar el agobio de los largos días en los que no sucedía nada.
Fuera seguía la tormenta. De repente la vieja radio empezó a componer la Tercera Sinfonía de Mahler mientras aquella mujer se resbalaba entre recuerdos falsos.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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