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El dial

La DANA, lo que antes era una tormenta inesperada y salvaje, golpeaba los cristales de la ventana que repicaban como una sinfonía de Mahler. Y me atrapó cargando de melancolía aquella luz gris que destilaba la lluvia salvaje. Me había propuesto una dieta de nostalgia. Últimamente me topaba con amigos que solo lograban hablar del pasado. Y sentía que aquello no era obra de la edad, o no del todo, sino de una potente industria de la nostalgia que nos tenía atrapados. Al menos a la gente de cierta edad. Esa industria, visible en todo, en el cine, los libros, la radio, los anuncios, las canciones, trataban de mantener al público en un confortable duermevela nostálgico. Pero eso nos lleva a una amnesia masiva, pensaba. En estas estaba cuando eché la vista al viejo aparato de radio de los 80. Decidí saltarme la dieta. Moví el dial y lo situé en la ciudad de Budapest. Y entonces sonaron los ruidos de la avenida Andrássy y los gritos que salían de las ventanas de sus viejos edificios. Hice lo mismo con Berlín. Y sonaron las bocinas de sus coches raspando el cemento de sus calles y la luz de su escaso sol. Me fui a Roma. Y aquí, sonaron los susurros de una pareja. Pegué el oído al altavoz pues intenté descifrar lo que decían. Acababan de follar atragantados por la incomodidad del silencio final. Ella dijo algo así como que no podía soportar el agobio de los largos días en los que no sucedía nada. Fuera seguía la tormenta. De repente la vieja radio empezó a componer la Tercera Sinfonía de Mahler mientras aquella mujer se resbalaba entre recuerdos falsos.

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