La semana ha ido sobrada de todo tipo de eventos con tendencia a la exageración. Todo ha sido a lo grande. Como si la vida se derramara sin solución. Mirabas a un lado y a otro y todo estaba lleno; las calles, las carreteras, los bares, las plazas. Todo invadido por una euforia perpetua. Como si estuviéramos conectados a una dinamo de energía neurótica. Quizá por eso a muchos políticos se les ha visto felices. Como nunca.
Se celebró el 600 aniversario del Privilegio de la Unión que fue algo así como la entrada de Pamplona en la Champions de las ciudades modernas de Europa. Para sellar esa obsesión conmemorativa trajeron a un rey ilegítimo que le puso un poco de caspa a ese festival de la historia. Y hasta se montó un campamento medieval que es una forma de hacer turismo de la memoria. En Tudela hubo un Congreso del Bienestar y la Vida Buena con un lleno absoluto de gente perturbadoramente feliz. Luego llegó la Vuelta y también el Día del Vino. También empezó el curso escolar y los colegios de educación segregada, ligados al OPUS, volvieron a incumplir la ley en Navarra. Con dos.Todo esto podía poner los dientes largos a cualquier columnista.
Pero me sobra todo. Porque hoy es 11 de septiembre. Y se cumplen 50 años del Golpe de Estado en Chile. A esta hora Salvador Allende, el hombre que quiso abrir la vía chilena hacía el socialismo, se dio muerte como un estoico. Con el cañón de su arma apuntando a su boca. A sabiendas que su inmolación no sería en vano. Eso dijo antes de morir. Luego ya vino el resto. Miles de muertos y desaparecidos y una violación sistemática de los derechos humanos.
Cincuenta años después Chile duda sobre sí mismo, como si estuviera congelado. Un 33% de la población considera legítimo el golpe de Estado de Pinochet.
Y eso nos recuerda, como dice Regis Debray, que la tragedia aún puede, en Occidente y bajo máscaras apacibles, estallarnos en la cara.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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