Me alojé en un viejo hostal que aún conservaba en sus habitaciones este tipo de teléfonos. Según me dijo el dueño, en el hostal no había más huéspedes alojados. Así que estaba solo. Mejor dicho, me acompañaba Mariana Enriquez con su libro “El otro lado”, una escritora argentina que te atrapa con sus historias. Porque es de esas personas que le suceden cosas no porque sí, sino porque solo a las buenas escritoras les pasan historias que saben contarlas como merecen ser contadas.
Les diré que su última novela, “Nuestra parte de noche” es una obra maestra de un género incómodo pues nos habla de lo macabro y de un terror sobrenatural que se cruza con los terrores más reales de nuestra vida. Así que, llegado a la habitación y ya entrada la noche, quise saber quién estaba al otro lado de ese teléfono con su cable en espiral. Podía elegir cualquier número, como cuando juegas a estar al mando de tus fantasías. Elegí el 0 que como saben es un numero vacío, infinito, inexistente y que siempre lo he asociado al último segundo de la vida y al primero de la muerte. Marqué y se puso Mariana Enriquez que hablaba desde el otro lado. Me preguntó quién era. Su voz me estremeció pues parecía una voz llena de oscuridad. ¿Quién es? insistió. Se me ocurrió decirle que era Kafka pues sabía que su escritura, la de Kafka, no le gustaba por aburridísimo. Yo quería probar su reacción. No tanto por oír a un muerto hacerse el vivo, sino porque quería saber cómo Mariana hablaba con los muertos. Y si yo, Kafka, estaba muerto, Mariana me invitaría, o eso creía, a compartir sus obsesiones. Y de eso hablamos, de sus obsesiones adolescentes, que son muy parecidas a sus obsesiones actuales: el vampirismo, el sexo entre los hombres, la turbia belleza baudelairiana, la belleza injuriada de Rimbaud, la literatura fantástica y de horror, los subterráneos, los demonios.
De repente el cable espiral del teléfono se tensó sobre mi cuello rodeándolo. Me ahogaba. Al otro lado, Mariana reía a carcajadas, como si estuviera en el epicentro de un fuego. Entonces, alguien llamó a la puerta. Asustado, dada la hora, abrí. Era Kafka recién llegado del cementerio judío de Praga.
Me acordé entonces de una frase de Rodrigo Fresán: "no hay nada más atroz que la idea de que los muertos vuelvan y estén muertos"
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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