A tres días de su coronación, Carlos III comunicó a dos personas de su séquito más íntimo que buscaran urgentemente a un doble. El más real. No quería perderse la final de Copa entre Osasuna y Real Madrid. Así que el viaje a Sevilla se preparó de incógnito. Pero había un problema, que incluso para un rey era real. Las entradas llevaban tiempo agotadas. Los intermediarios reales se pusieron en contacto con Sabalza. Le expusieron el deseo del monarca y en su descargo alegaron que Carlos III era hincha del Burnley FC, un equipo de la segunda división inglesa donde Michael Robinson estuvo a punto de jugar antes de fichar por Osasuna. A oír esto, Sabalza, al que exigieron absoluta discreción, entró en pánico pues no disponía de entradas y tuvo que acudir a la reventa. Pagó 4500 euros pero los dio por bien empleados pues se sabía poseedor de un secreto que, en cualquier momento, podía dejar de ser inconfesable.
En Londres, la mañana de la coronación transcurría con una absurda normalidad anacrónica. Ni siquiera Camila se había percatado de la suplantación real. Mientras tanto, Carlos se encontraba ya en Sevilla vistiendo camiseta rojilla y mezclado entre la hinchada navarra. En un bar pasaban la coronación y se vio a sí mismo recibiendo una corona que lo sancionaba como un tipo condenado a desaparecer. Pensó entonces que también la historia reclama sus intereses.
Llegó la hora del partido y se ubicó entre los miles de rojillos. De repente, su mirada se cruzó con la de rey español que lo reconoció al instante. En ese momento Osasuna empató el partido y la historia amenazó con alterar la realidad cuántica de los sueños.
Ambos monarcas se mantuvieron la mirada. Sabían que lo que representaban, uno por gracia de dios y otro por culpa de un carnicero de Ferrol, estaba a punto de finalizar. Como aquel partido, cuando un equipo retó a todos los destinos inmutables.
Partido de Osasuna 1930
Foto Galle
Fototeca GN
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
Comentarios
Publicar un comentario