Ocurrió en cualquier aeropuerto del mundo. Estos días de idas y venidas. Mientras me preguntaba como sería vivir sin cansancio. Y tal vez sin mentiras. Por pensar en algo. Ahí estaba, sola, sostenida en esa cinta a ninguna parte en busca de la eternidad, parada en medio de la noche.
Dice Rodrigo Fresán que pocas cosas hay más conmovedoras que la necesidad de los seres humanos de ver milagros en todas partes para seguir creyendo en lo imposible. Me acordé de esa frase mientras miraba esa maleta insomne y quieta, como una noche sin final. Por saber si habría milagros a mi alrededor. Quizá.
Entonces quise imaginar quién era su dueña, o su dueño. Dónde se habría comprado, de dónde vendría, que caminos habría seguido y en qué habitaciones de hotel se habría abierto o cerrado, cómo serían los dedos, las manos que cerraron esa cremallera. Me preguntaba por qué la habían abandonado o qué razón había para nadie la recogiera. Pero sobre todo, quise saber qué habría dentro. Entonces simulé ser su dueño. Y la hice mía como el resplandor se adueña de ciertas noches inquietas. Y la abrí como se abre una ventana para que entré la oscuridad. Con la solemnidad y el miedo que produce vivir el ultimo segundo de vida. Dentro había un viejo cuaderno de tapas negras repleto de dibujos de lugares desconocidos y de hoteles maltrechos, de playas sin sol y arenas negras, de calles sin salida y de retratos de hombres y mujeres viejas, como descarnadas.
El cuaderno se cerraba con una cita robada: “las verdaderas y mejores historias les suceden solo a aquellos que sabrán contarlas como merecen ser contadas”. Esa era la única frase de todo el cuaderno. Me pregunté qué quería decir todo aquello. De repente, la maleta se cerró sola.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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