Ocurrió en Larraga el pasado sábado 1 de abril. En el Parque de la Memoria. Eran las 12 del mediodía. A la hora entre el Ángelus y el vermú con calamares. Un numeroso grupo de gente se concentraba entre banderas, canciones y relatos cargados de memoria, tanta que algunos relojes se pararon. De repente se oyó una música melódica y alegre que rompió las nubes amenazantes. Una tropa de saltimbanquis, payasos, funambulistas, acróbatas, enanos, trapecistas, caballos de pura raza árabe, monos, una mujer tiradora, una niña caballista que montaba un caballo blanco y un elefante viejo conducido por un niño negro, irrumpieron en aquel escenario de rabia y orgullo. Eran los integrantes del Circo Anastasini. Venían de actuar en Arnedo la tarde del 11 de julio de 1936. Al verlos, la gente concentrada enmudeció pues sintió que de repente se clavaba un tenedor en el presente. El Circo Anastasini llegaba a Larraga pero en realidad se dirigía a Lodosa, donde actuaría la tarde del 18 de julio de 1936. Ese día la plaza del pueblo olía a circo. Y a sangre y moscas. En Pamplona Mola daba órdenes firmadas con sangre y una banda de pistoleros de camisa azul ponía en marcha la carnicería. Los más de cincuenta componentes del Circo Anastasini sabían que el futuro se acababa allí, en Lodosa. Al llegar la noche los artistas huyeron ante la amenaza de un tiempo de muerte. Y allí se quedó el circo, vacío, esperando que el tiempo dijera algo, algún día.
Y ocurrió que el sábado pasado, Eliseo Larrañegui llegó desde el otro lado del tiempo. Y recordó lo que había visto en 1948 en el término de San Gil, entre Larraga y Lerín. Asustado aún, Eliseo recordó como de un “yeco” recién arado brotaron varios cráneos agujereados, aún con pelo, y varios esqueletos retorcidos. Eran los del Circo Anastasini.
El pasado sábado volvieron a actuar. En silencio, como si la historia les hubiera robado la memoria.
Foto: Bruce Davidson/Magnum Photos
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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