Pareciera que esa tierra que se ve, cerca de Piezalaparda, en Lerín, estuviera estirándose tras una noche larga y fría. Y si se fijan un poco, ha sido levantarse y peinarse al punto de la mañana. Como un buen hijo abrochado a las órdenes de antaño.
Y es que esas trenzas recién tejidas con la exactitud de un sextante, pronto recibirán un fruto que para algunos es el oro blanco de estas tierras. Es cuestión de estar ahí y oír su respiración entrecortada. Como ya hicieran egipcios y romanos. Y esperar, como los grandes misterios sin descifrar. Llegará abril y mayo y hasta junio y esos frutos serán bien recibidos, como esos poemas de Dylan Thomas cargados de imágenes explosivas y que ahora leo delante de este campo que muestra las estrías de una fertilidad ilimitada.
Llegará abril y mayo y junio y la tierra cabalgará sobre estos pequeños montículos convertidos en cordilleras repletas de frutos escondidos apuntando hacia un cielo que clamará su recompensa. Los hay verdes y blancos y dicen, dicen, que en el Renacimiento fue prohibido su consumo en los conventos por su poder afrodisiaco. Lo cierto es que si optas por la sencillez y los bautizas con aceite de primera prensada del trujal de Arroniz y sal, una explosión se producirá en el cielo de tu paladar. Entonces nada importará tanto como saberte mortal. Porque cada año por estas fechas, los espárragos convertirán tu mesa en una trinchera contra la inmortalidad.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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