Ese hombre que está ahí en medio, con los brazos cruzados y mirando al infinito, permanece en silencio; como lo ha hecho cientos de noches en la más absoluta soledad. Ese hombre que estira las piernas como si estirara esa parte de la memoria donde las olas siempre rompen adioses, maneja felizmente la eternidad. Si se fijan, tiene los ojos cansados pero aún azules de tanto mirar al mar. Un día ya lejano quiso decirle hola al desconcierto y ser dueño del suelo que flotaba, y el mar que pisaba. Y fulminado por un resplandor que aconteció a la altura del pecho se echó a la mar sin saber que ahí uno asciende a lo más alto de las profundidades.
Ese hombre que pareciera estar al mando de sus fantasías, ayer en el Planetario de Pamplona desplegó una lucidez terminal. Hablaba de un viaje que duró cuatro años recorriendo 38.000 millas marinas. Dio la vuelta al mundo, dijo. Yo creo que el mundo le dio la vuelta a él. Pues de repente, empezó a hablar con una vertiginosa lentitud. Así nos dijo que ese viaje lo hizo solo, sin acentos ni nada, en un pequeño velero de 7 metros llamado “Mistral”, que es un viento del noroeste, frío, seco y violento que sacude a las gaviotas que quieren abrazar el infinito. En esa soledad glacial navegó muchos días con sus noches. Con vientos feroces y miedos que aplacaba tras oler el aliento de las estrellas casi muertas. Ese hombre ayer me recordaba al capitán Ahab, el capitán de “Moby Dick” creado por Herman Melville. Ahab navegó 40 años casi sin tocar tierra y se apoyaba en una sola pierna que alguien torneó en el mar a partir de una mandíbula de cachalote.
Este hombre, dicen, que una noche en medio del Atlántico Oriental vio a ese mismo cachalote que le miraba a los ojos. Luego vino una gran tormenta y la pieza de hierro de la perilla del mástil del “Mistral” se puso a brillar, fosforescente, iluminando las tinieblas. Más tarde el cachalote desapareció y aquel hombre recuperó la calma entre la inmensidad helada de sus miedos. Y volvió a hablar en el Planetario de Pamplona, ayer.
Ese hombre está a punto de cumplir 80 años y se llama Julio Villar. Hace 50 años escribió un libro, ¡Eh,petrel!
Ayer ese cuaderno de un navegante solitario sonaba como la novela de un naúfrago rodeado por un océano donde no nadaban sirenas. Solo flotaban algunos sueños cumplidos.
Pdata: Ibon Gaztañazpi, ha traducido recientemente ¡ Eh,petrel ! al euskera
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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