Detrás de esta frase, de esta idea, de este pensamiento trampa, de esta manera de entender la realidad, la gestión de la vida, tu vida, la mía, detrás de esta venta de felicidad fraudulenta, de esfuerzo innocuo, detrás de esta empresa por hacernos responsables de nuestra vida, de nuestras propias soluciones en falso, como si no dependiéramos de nada ni de nadie, detrás de toda esta ficticia autoayuda, hay vidas en juego, miles de vidas y de malestares en juego, detrás de frases como esta hay, puede haber un suicidio. Porque me estás diciendo Maïté Issa, que todo está en mi mente. Y solo en mi mente. Como si mi débil yo tuviera todo el poder que el mundo me quita a diario. Y no, mi mente no funciona si no tengo cosas muy vitales más allá de esa panacea estúpida que proclamas, necesito un trabajo, una vivienda digna, un sueldo digno, un descanso reparador, una asociación, una libertad digna, amigos, amigas, tiempo del bueno, para vivir, para sentir, necesito seguridades, un buen médico, una buena psiquiatra, un buen centro de salud, calefacción para el frío y algo de frescor para el bochorno de mis días, necesito saber que alguien está ahí para echarme una mano, necesito un barrio que me acoja, cercano, a los vecinos, las vecinas, al tendero de la esquina, necesito un futuro que no esté torcido y todo lo que me falta y por lo que he llegado aquí. Y no, precisamente no quiero tu ayuda autovictimizadora e autoinculpatoria, no necesito una salida individual a mis problemas porque no lo son, mis demonios no son míos, son estructurales, son ese sindicato que me falta o esa legislación que me ayude, porque echarme la culpa de todo es precisamente lo me lleva a un callejón sin salida o peor. Ya me entienden.
¡ Por una política pública de salud mental ya ¡
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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