El frío de aquella mañana congeló el cielo. Varios buitres peleaban con las térmicas para levantar el vuelo. Un par de aviones iban a algún sitio que no existía en los mapas. Algunos cazadores resoplaban sus escopetas. Los campos estaban aún muy rezagados, durmiendo la tierra que en breve se auparía sobre los hombros de los tractores. Y sí, el día reclamaba ser conquistado con una marcha mañanera por las cabañas de pastor, esas fortalezas ganaderas que un día sirvieron de refugio a pastores lerineses de otro tiempo, gentes que miraban al cielo para jugar a las adivinanzas. Llegué a esta, la de Barranco Salado, mientras los buitres merodeaban alrededor dibujando círculos como los versos de Verlaine. De pronto, me acordé de Ferrer Lerín, que no es de Lerín, sino catalán nacido en 1944 y al que también le gustan los buitres, de hecho es ornitólogo, como ese amigo inglés que habla lerinés. Pero también es un poeta que hace poesía según vuelen los pájaros que observa. Él dice que éstos le van dictando cada estrofa y cada verso. Y con eso hace un viaje de migración por la veredas de la emoción. Porque en el fondo, eso es hacer poesía. Por eso me acordé de ese Lerín en Lerín, en esta corraliza que es un trozo de poesía escrita sobre esta tierra dura y amable, donde el cielo se congeló una mañana de enero. Y si entras en esta corraliza aún puedes escuchar, si afinas el oído, las divagaciones de un viejo pastor de Lerín en algunas noches de tormenta. Miré hacia arriba y ya los buitres habían subido tanto que parecían burbujas negras. Enfilaban a sotavento hacia Cabizgordo. Volví sobre mis pasos. Solo había silencio en aquella tierra cortada por una navaja glacial
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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