Fui al cementerio como otras veces. Sé de memoria el camino. Bloque 45. Cada vez que hago este recorrido creo que lo hago para aferrarme a la vida. Mi padre y mi madre yacen aquí. Rodeados de tumbas gitanas repletas de las flores más hermosas, brillantes como un concierto de galaxias, Antes visité la tumba de Sabicas, ese gitano universal que se fue lejos, muy lejos, para abrir la puerta del flamenco al mundo y que volvió aquí para enterrarse sin epitafio alguno. Visité esa tumba movido por la lectura del libro, Alguien camina sobre tu tumba, de Mariana Enriquez, un recorrido hipnótico por los distintos cementerios de todo el mundo. Mientras caminaba por el de Pamplona no dejaba de preguntarme cuántos muertos habría allí, cuántos habrían desaparecido, volatilizados por la velocidad del aire. Recordé, con Rodrigo Fresán, la teoría del Punto Omega, según la cual en el fin de los tiempos se produciría un movimiento de implosión entrópico y todos los que han muerto sobre la superficie del planeta regresarán desde el otro lado. No sé, si me pilla esa teoría dudo que tuviera ganas de volver a pasar por todo lo pasado. Llegué a la tumba de mis padres, estaba resplandeciente, las familias gitanas que hacían guardia desde hacía días la habían limpiado en un acto de generosidad y buena vecindad. Me pregunté hasta cuando haría esta visita pues me acerco a la edad de mi padre al morir. Recordé entonces a los guachichiles, un grupo étnico azteca tan nómada que se negaban a enterrar a sus muertos. Las cenizas de sus difuntos las recogían en una bolsa de gamuza que se ataban a la cintura. Y con ellos, pegados a sus cuerpos, sus muertos seguían en movimiento, hasta difuminarse. Me fijé en las fotografías funerarias de los nichos. Casi todas reían, como advirtiéndonos que la única promesa cumplida es que no podemos olvidar que hemos vivido.
Foto: Javier Arribas
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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