Últimamente solo leo libros de Mariana Enriquez, adicta al terror de alta gama. Así que ayer tuve un sueño extraño. El mundo había expirado hacía unos segundos y una multitud se agolpaba inquieta ante las puertas del Juicio Final. Había gente que acababa de morir en ese instante y se hallaba perdida en aquella inmensidad vacía y sin luz. Otros, sin embargo, llevaban mucho tiempo allí y no sabían distinguir la vigila del sueño. Millones de almas que habían muerto hace millones de años, de repente, despertaron, pues había llegado la hora. Unos se reconocieron al lado de viejos amigos y familiares. A otros les costó recomponerse y ni siquiera se reconocieron a sí mismos. El caso es que una orquesta de miles trompetas rompió la Voz de la oscuridad. Se anunciaba el instante final de la eternidad. Ese relámpago tras el cual ya nada cabe esperar. Solo esa inquietante resurrección que durante milenios había sedado todos los deseos. Todos se pusieron en marcha. Millones de cuerpos no encajaban pues se habían salido de sus bisagras. Entonces, con qué cuerpos se resucitaría, me pregunté. Con el de la edad radiante o con el de la decadencia, con el cuerpo heroico o el herido, con los cuerpos habidos o los reconstruidos, los perfectos o los discapacitados, los cuerpos otorgados o los cuerpos transgéneros, los cuerpos adaptados o en mutación, los heterosexuales o los homosexuales, los cuerpos binarios o los intersexuales. Aquellas almas querían saber eso, con qué cuerpo
resurgirían. Y uno mismo, para despertar de aquella extrañidad que me atrapaba.
Me despertó una llamada. Era Paul B. Preciado quien acababa de publicar Dysphoria mundi. Le conté el sueño. Me dijo que él mismo era uno de esos cuerpos transitados huyendo de un régimen patriarcolonial. Y esos cuerpos esperan su liberación final. Pero sin Juicio.
Foto: Olivia Arthurt /Magnum Photos/
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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