Todo tiene su plazo. Como todo el mundo quiere tener su plaza: de garaje, de bombero o una terraplaza, que es una terraza-covid con un password que te permite usar suelo público por la cara.
Ya sabemos que el virus lo infectó todo. Hasta las leyes, normas, ordenanzas o los procedimientos administrativos se infectaron. Dicen que por necesidades de servicio. Y todo se volvió líquido, nunca mejor dicho. Y el terraceo pamplonés se amplió hasta el infinito. La última ampliación era hasta el 25 de abril. Pero llegó esa fecha y a Navarra Suma se le pasó el plazo. De volver a poner las terrazas en su sitio. De volver a lo de antes. Pero lejos de eso, el concejal de Navarra Suma, Javier Labairu, sin contar con nadie de la oposición, porque para eso, dice, tiene la “competencia exclusiva” de ampliar las terrazas más allá del Juicio Final, va y ensancha el terraceo hasta san Fermín. Con dos. Y usted ya sabe qué pasa cuando llega san Fermín. Y más este año que vamos desescalados y sin frenos. Que todo se queda de por vida. Como el terraceo free que diría una tal Ayuso.
Pero lo grave, lo escandalosamente grave, es que nadie le meta mano a este desvarío. Y que preocupen más las formas que el fondo. Que nadie se plantee la trascendencia política y económica del uso y abuso del espacio público. Por ejemplo, basta que un bar quite un par de mesas de su actual terraza para que ésta se convierta en permanente. Ya ven qué fácil. Y lo grave es que nadie pregunte nada a la vecindad. Máxime cuando una de las extravagancias de este delirio a la hora de perpetuar 45 terrazas covid es que “no hayan recibido quejas vecinales”. Joder, pregunta antes. Pregunta al vecindario a ver qué problemas le crea todo esto. Hazte un “sinpa” Labairu, que no es hacerte el simpático, sino que sin participación no hay paraíso. Aunque todo dios lo busque en una terraza.
A pie de obra 9 de mayo de 2022
Foto: Ferdinando Scianna /Magnum Photos/
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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