Cuando Grândola, Vila Morena, empezó a sonar el 25 de abril de 1974, mi amiga B, que hoy cumple 50 años, cumplió dos. Y dicen que cuando sonó esa canción ( contraseña de la Revolución de los Claveles portuguesa) en Rádio Renascença, exactamente a las 00,25 horas, mi amiga se despertó inquieta y ya no concilió el sueño en toda la noche. Mientras tanto, en el Portugal salazarista de Marcelo Caetano, la gente tampoco durmió esa noche mientras lloraba de alegría.
Dice Pérez Andújar que las efemérides son como sombras que vuelan sobre la gente. Debe ser cierto, porque cada año, tal día como hoy, escucho sin cesar la canción de José Alfonso. Es ponerla y preguntarme a qué hora empieza la revuelta o dónde venden las entradas de la rebeldía. Y sentir que en esos tres minutos caben todas las utopías tiradas por la borda. La escucho y su letra resuena como un trueno que compone un poema irredento: fraternidad, pueblo, compañerismo, igualdad, revolución, asamblea. Pero no nos engañemos, uno sabe que hoy esas palabras están desactivadas por la jibarización del lenguaje o por la deflación de la conciencia, vaya usted a saber. Son palabras sonámbulas. Pero aún respiran. Y es que Grândola, te ofrece la oportunidad de convertir la desafección privada en ira política. Aun a sabiendas que hoy, como dijo Mark Fisher, ninguna masa revolucionaria podrá surgir de individuos agotados, depresivos y aislados.
El otro día una tertuliana dijo que la pandemia y la guerra nos había vuelto de derechas. Quizás sea verdad. Quizás estemos atrapados por un chantaje histórico que nos hace elegir entre lo malo y lo peor. Fíjense en la Francia que hoy amanece.
Por eso hoy necesito ese chute de Grândola, Vila Morena, porque es un canto contra la lenta cancelación del futuro. Por eso y porque mi amiga B, que hoy cumple 50 años, se la merece.
Foto: Centro Documentación 25 de abril
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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