Una columna periodística debe tener buen principio. Algo así como la fuerza de una lanza que cae con la brutalidad de un zarpazo sobre el pecho del lector. Cada semana trato de encontrar esa lanza. Pero últimamente, con la guerra de frente, no hay manera. Cuando no es el Nagore, es la Ezker, y cuando no el Chivite, o la Ibarra o Epaltza. Gente que hace poderosas las palabras humildes e interesante lo vulgar. Pero es que cuando menos te lo esperas te han robado la columna y esa punta de lanza imprescindible para no precipitarte en lo patético . Así que esta semana he decido no leerlos. Para no sentir su bufido en el cogote. Pero aun así, solo me sale la guerra. Guerra que me conmueve y me da miedo, y me despista porque no sé opinar del problema sin añadir un nuevo dilema. Y eso explota todas mis contradicciones de izquierdas. Guerra que me pone de mala hostia y me hace bramar contra unos y otros. Y también me enfrenta a algunas amistades por obviar no sé que geoestrategia que lo explica todo. Entonces llegan esos que también lo explican todo con esa insensatez binaria del blanco o negro. Y oye, les sirve. Mientras, uno busca un poco de juicio en medio de esa pila de sangre y escombros. Pero no hay manera. Y un lumbreras te dice que esto pasa porque no salimos de esa ambigüedad típica entre “explicar” el conflicto y “justificarlo”. Y encima con la moral por bandera. Y que así no hay dios que se aclare. Entonces me escribe una amiga ucraniana que sobrevive en Kiev y me pregunta que a ver cómo vemos desde aquí la guerra y le digo que cómo puede preguntar eso cuando a su lado todo ha saltado por los aires. Que qué coño importa mi opinión desde el confort y la distancia cuando su vida se ha vuelto del revés y la muerte sobrevuela como un murciélago mutilado. Nada, no importa nada, salvo si es para pedir que alguien sensato diga basta.
A pie de obra
Noticias de Navarra 21 de marzo 22
Foto: Paul Fusco /Magnum Photos
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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