Axl Rose, voz cantante de Guns N’ Roses, se sobresaltó cuando oyó la noticia. Acababa de cumplir los 60 el 6 de febrero y aquello le pareció el mejor regalo de cumpleaños. Se lo comunicó su ex manager Doug Goldstein el pasado día 9 y dicen que Axl, al oír la propuesta, entró en un estado de éxtasis similar al del concierto de 1992 en Santiago de Chile. Otros, sin embargo, creímos que aquella idea solo podía ser fruto de un delirio tras largos meses de sobresalto emocional. Pero no. Era verdad, y mucha verdad como diría un tal Rajoy. Aquella bomba explotaba en la Mesa de San Fermín de Cultura. Alguien con una intrincada biomecánica de la pamplonidad quería reparar dos años en barbecho. Y solo ellos, los Guns N´Roses, nos podían liberar de aquel cansancio teñido de tristeza . Puestos al habla con Axl, que recibió la llamada en su domicilio de Malibú, inmediatamente dijo que sí, que vendría con su banda al completo a Pamplona, que conocía de sobra la ciudad pues en mayo de 2017, después del concierto en Bilbao, se vino de incógnito a sanfermines. De ello daban fe cuatro días con sus correspondientes noches alargadas hasta la eternidad. Ese año Axl Rose selló su vínculo con la ciudad y se prometió volver. El interlocutor de la Mesa de los Sanfermines al oír esto alucinó. Pero alucinó más cuando Axl Rose puso dos condiciones a la gira pamplonauta: primera, que el Roch, el viejo café que él de sobra conocía por recomponer sus resacas a base de pimientos y martinys, debía de estar abierto para esas fechas. Y segunda: “El Drogas” debía tocar con la banda varios temas de su último disco. Y más aún: Don Enrique y Axl Rose interpretarían a dúo “Paradise City, ” en honor a esta ciudad paraíso que lo espera con los brazos abiertos, como se espera un tiempo sin medidas y un lugar sin fronteras. Anda que no alucinamos en Pamplona.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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