Plumillas y tertulianos sufragados por el pesebrismo pepero decían la semana pasada que la implosión del PP, ese reventón en la sala de máquinas del buque insignia de la corrupción española, era un peligro para la democracia y para España. Como si en esa lucha caníbal entre los cárteles de Génova y Puerta del Sol nos fuera la democracia cutre que ya anunciara “The Economist”. Como si ese costurón cosido en falso fuera a descalabrar esta democracia de saldo que no se atreve a meterle mano a un emérito corrupto. Joder, me dije al oír semejante gilipollez, si algo tiene que implosionar no es solo ese partido que da cobijo a fascistas de VOX que a estas horas están de resacón, sino esta segunda restauración borbónica con su monarquía impuesta por el carnicero del Ferrol. Y tiene que implosionar ese nacionalismo español tan de abascales y otros kukusklanes patrios que hacen del odio a los extranjeros pobres y racializados, su penitencia diaria. Y tiene que implosionar la Iglesia católica española perpetradora desde hace años de dos grandes pecados capitales: la avaricia inmobiliaria a través de la inmatriculación de bienes y la corrupción y abuso de menores. Por cierto, Defensa ha gastado en los últimos diez años 40 millones de euros en sueldos de sacerdotes castrenses. Y tiene que implosionar la violencia contra las mujeres y el cártel formado por las grandes empresas del Ibex y los partidos dinásticos y la Ley Mordaza. Pero no. Implosiona el precio de la luz y los carburantes y la vivienda, implosiona el desempleo y la pobreza con once millones de afiliados, implosiona la Atención Primaria y las listas de espera. Implosiona en fin, la vida diaria de mucha gente cuya única esperanza es el próximo trago.
Todo esto venía a cuento de un par de pepesátrapas. Se lo conté a Voltaire y dijo: “Hay que decir la verdad y después prenderse fuego”. Pues eso.
A pie de Obra 21 febrero 2022
Noticias de Navarra
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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