Llamé al alcalde Maya para ver si él podía sacarme de aquel atolladero mental en que me encontraba desde que Putin invadió Ucrania. No se extrañen. Para él la vida no va de clases, sino de unos que ganan y otros que pierden. Y a él eso le da un no sé qué. Por eso él prefiere la adjudicación directa y después ya veremos. Así se evitan sufrimientos injustos propios de los procesos participados. Eso dice. Y sí, cómo no voy a estar de acuerdo en que Unzué tire el txupinazo. Pues claro. Pero a lo que voy que me voy. Que llamé a Maya para saber si él, con ese don de la ubicuidad y la equidistancia sideral que Dios le ha dado, podía iluminarme en este oscuro recorrido hacia la verdad y el más fino análisis geopolítico sobre aquella guerra que había sustituido a la pandemia convirtiendo la vida en un disparate. Maya me hizo la cobra. Cosa que era de esperar puesto que sus fronteras, dijo, no van más allá de Burlada por el Norte, Aranguren por el Este y Orkoien por el Oeste. Y no quería competir con Ayuso en titulares. Dejé al alcalde y me entretuve conmigo mismo para ver si daba con la clave que alumbrara mis dudas. A ver, Putin exigió a la OTAN y Occidente garantías por escrito para que no se desplegasen armas nucleares en la frontera rusa con Ucrania. Para garantizar su seguridad territorial. Hasta ahí bien. Lógico, es lo mismo que solicitó JF. Kennedy en 1962 frente al despliegue de tropas y misiles rusos en Cuba, a cien millas de los USA. La cuestión es si fracasada la diplomacia –la rompa quien la rompa- la guerra es entendible. Y más, si esa reacción que la ha provocado, debemos comprenderla y compartirla por aquello de la exigente escrupulosidad izquierdista mitigando así la responsabilidad del gobierno ruso.
Svetlana Alexiévich dice que la persona es más que la guerra. Y Osip Mandelshatm afirma: “los millones caídos en balde abrieron una senda en el vacío”
A pie de obra 28 febrero 2022
Foto: Gleb Garanich
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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