Once millones de personas malviven en condiciones de pobreza en España. De esos, casi tres millones son jóvenes entre los 16 y los 34 años. Y de esos, la mitad son pobres de una solemnidad insolente. Resumido, cuatro de cada diez personas no llegan a fin de mes. O llegan a rastras. Y como siempre, la peor parte se la llevan ellas. Lo dice el informe Foessa de Cáritas de este año. Y sí, resuena como un disparo a bocajarro. Como una plegaria que nadie escucha. Pero no pasa nada. Nada. Porque todos nos sabemos de memoria la explicación inmutable de este cuadro goyesco. Lo de la precariedad mórbida, la temporalidad, los despidos masivos, el paro brutal, los ERTEs y que todo dios aguanta a base de benzodiacepinas.
La pregunta entonces es por qué no pasa nada, por qué no se asalta la Moncloa, el Congreso, las plazas más allá de las terrazas, por qué nadie se moviliza, por qué nadie politiza este barrizal frivolizado, por qué hay tanta prosa eyaculatoria y tan poca mala hostia callejera. Recordé entonces la letra de “A la calle”, de Kortatu, esa que dice: “Ya va siendo hora/Que esto empiece a arder/A sentir otra vez/El calor en las calles”. Pero fuera hace frío.
No sé si es porque hemos banalizado la desigualdad asumiéndola como un coste más del sistema. O porque esos once millones de solitarios han privatizado su pobreza como se privatiza y se siente un esguince de tobillo. El caso es que esa masa de pobreza se contiene a base de subsidios y prestaciones que palían sí, pero no resuelven la desigualdad. Y pareciera que esta es una lucha política que nadie está dispuesto a liderar. Ni siquiera los sindicatos ni la izquierda encerrada en discursos entre el patetismo y la sensiblería.
Cómo haremos entonces para construir ese “nosotros” emancipador junto a esos once millones de yoes desconocidos. No lo sé. Se puede carecer de esperanza, pero jamás resignarse.
Noticias de Navarra 31 enero 2022
Foto: Ferdinando Scianna /Magnum Photos/
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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