Fui a dar una vuelta por el centro, por aquello de salirme un poco de los márgenes. Caí de bruces en la Plaza de Baluarte. Esa plaza que nunca ha respirado, ni siquiera con el desfibrilador del Corte Inglés, una plaza incómoda que se levantó sobre el solar de un viejo cuartel de artillería. Entré en el bar que hay allí. Alguien dijo que el alcalde quiere renombrar esa plaza y denominarla de la Constitución. No me pareció extraño. Nuestro alcalde es muy dado a la política gestual, a la política-selfi. Esa clase de política fotogénica cargada de efectos especiales que se usa para no escarbar en la evidencia. Una política que, al igual que muchos bestsellers, almacena palabras que deslumbran pero que no alumbran. No sé, Maya me recuerda a cierto personaje de una novela que para apaciguar su desasosiego cambiaba los muebles de sitio cada semana.
Recuerden su pretensión de alargar tres días los Sanfermines del año que viene, las toneladas de arena sobre los fosos de la Ciudadela para un evento hípico filtrado por la túrmix del negocio o lo de validar la pasarela de Labrit con una prueba de carga “con tres personas de peso medio”. O la más reciente, la intención de colocar una gran bandera de Navarra en la Plaza de los Fueros. Nada en contra. Pero también les digo que unos pantalones viejos y unos zapatos gastados equivalen a veces a tu patria.
Y uno se pregunta qué le mueve al alcalde para estar en permanente estado de presenten armas. Él mismo responde: “Porque se está poniendo en duda, por parte sobre todo de los independentistas y populistas, la transición española”. Ya ven. Otra variante neurasténica del “comodín de ETA”
Así que marchando una Plaza de la Constitución que combina muy bien con la Avenida del Ejército y ya si eso la alargamos con la Avenida de la Monarquía y rematamos con el Paseo del Vaticano. De esto va la política de contrapesos.
Noticias de Navarra 6 de diciembre 2021
Foto Galle 1930 Pamplona Cuartel Artillería Diego León
AGN
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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