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Una más

Fui a dar una vuelta por el centro, por aquello de salirme un poco de los márgenes. Caí de bruces en la Plaza de Baluarte. Esa plaza que nunca ha respirado, ni siquiera con el desfibrilador del Corte Inglés, una plaza incómoda que se levantó sobre el solar de un viejo cuartel de artillería. Entré en el bar que hay allí. Alguien dijo que el alcalde quiere renombrar esa plaza y denominarla de la Constitución. No me pareció extraño. Nuestro alcalde es muy dado a la política gestual, a la política-selfi. Esa clase de política fotogénica cargada de efectos especiales que se usa para no escarbar en la evidencia. Una política que, al igual que muchos bestsellers, almacena palabras que deslumbran pero que no alumbran. No sé, Maya me recuerda a cierto personaje de una novela que para apaciguar su desasosiego cambiaba los muebles de sitio cada semana. Recuerden su pretensión de alargar tres días los Sanfermines del año que viene, las toneladas de arena sobre los fosos de la Ciudadela para un evento hípico filtrado por la túrmix del negocio o lo de validar la pasarela de Labrit con una prueba de carga “con tres personas de peso medio”. O la más reciente, la intención de colocar una gran bandera de Navarra en la Plaza de los Fueros. Nada en contra. Pero también les digo que unos pantalones viejos y unos zapatos gastados equivalen a veces a tu patria. Y uno se pregunta qué le mueve al alcalde para estar en permanente estado de presenten armas. Él mismo responde: “Porque se está poniendo en duda, por parte sobre todo de los independentistas y populistas, la transición española”. Ya ven. Otra variante neurasténica del “comodín de ETA” Así que marchando una Plaza de la Constitución que combina muy bien con la Avenida del Ejército y ya si eso la alargamos con la Avenida de la Monarquía y rematamos con el Paseo del Vaticano. De esto va la política de contrapesos. Noticias de Navarra 6 de diciembre 2021 Foto Galle 1930 Pamplona Cuartel Artillería Diego León AGN

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Minuto

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El viejo pino no aguantó la embestida de un viento sin piedad, un viento enloquecido, como una llamada de teléfono de desamor. Dicen que cayó a cámara lenta, como queriendo agarrarse al último suspiro de sus resecas raíces. El viejo pino tenía más de cien veranos y había sido testigo de noches de amor y de todas las lunas, de tormentas, granizos, vientos cierzos y “castellanos” y también de alguna guerra aún sin cicatrizar. Fue refugio de cientos de nidos y testigo mudo de miles de vuelos que los cernícalos convertían en piruetas de amor y de muerte. Cada año, llegado septiembre, cuando la luz desciende sobre los pimientos recién asados, el pino crecía varios milímetros. Lo hacía, dicen, para oír mejor el repique de campanas que anunciaban una procesión desde tiempo inmemorial. Y también dicen, quien lo ha visto crecer, que en algunas noches recargadas de estrellas, se podía oía su respiración que sonaba como un gemido. Entonces, algunas gentes se arrimaban a su tronco para encontrars...