Me planté en la cola de la tercera dosis de refuerzo con veinte minutos de antelación. Por si así llegaba antes a la ventanilla de las cosas normales. Me fijé que la mayoría de la gente contaba ya con una edad en la que queda poco por sumar y mucho por revisitar. Quizás por eso, un extraño silencio reinaba en medio de un diluvio atronador. Nada parecido a las colas de la primera y segunda dosis. En la primera no nos conocíamos pero íbamos como posesos hacia un frente de batalla. De allí salimos con la convicción de haber dado lo mejor de nosotros mismos. En la segunda nos sabíamos ganadores y celebramos con amigos y conocidos el previsible fin de aquella noche inquieta que nos había vuelto más extraños. Meses más tarde, como queriendo correr hacia atrás en el tiempo, decidimos apuntarnos a eso que Juan Marsé dijo una vez: “el olvido es una estrategia del vivir”. Y como en una carrera de revelos pasamos el testigo de la muerte de mano en mano. Y aquí estamos. Sin saber muy bien por qué la vida se ha vuelto un disparate. Y eso se notaba en la tercera cola. Ya digo, igual era aquel diluvio que no podía controlar sus esfínteres, el caso es que la gente parecía hundirse en las aguas de su tristeza. Unos echaban la culpa de aquel desaguisado de datos adversos y contagios y los millones de litros de agua caídos a la Consejera de Salud, otros a las malas prácticas de la gente, así en general, y otros a un presente que se retuerce como una llave muerta y que no abre ninguna puerta. El caso era entretener tanta confusión. A mi lado una mujer decía: “al final, las personas solo añoramos la seguridad y a quienes queremos, los sitios donde hemos sido felices, los amigos que nos hacen la vida más fácil, las cosas que nos consuelan y esos vecinos que nos ayudan cuando se va la luz. Si eso falla, todo se vuelve insoportable”. Quizás sea eso.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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