Foto: Marta Salas |
Aunque la semejanza quiera emparentar cementerio con cemento, cementerio significa ‘dormitorio’ (koimitirion). Donde duermen los muertos. Uno tiene sus cementerios favoritos. Porque recorrer un cementerio es como leer un libro de cuentos, que puedes saltar de tumba en tumba como saltas de un cuento a otro.
Père-Lachaisse, en París, es quizás el mejor lugar para pasar a la eternidad. Si pudiera elegir compañía mortuoria, elegiría la tumba Félix Faure, antiguo presidente de la República, fallecido en pleno adulterio, o la de Guillaume Apollinaire, enterrado junto a su amante Marie Laurencin y sepultada entre cartas de amor. O la de Edith Piaf, quien yace al lado de esposos y amantes. Aunque sin duda, la tumba de Victor Noir, periodista asesinado por Pierre Bonaparte, gana por goleada. Una efigie yaciente en bronce representa los últimos segundos de un hombre joven que presenta una notable erección. Mucha gente que acude a visitar la tumba acaba cabalgando sobre esa bragueta fría.
Hubo un tiempo que busqué cementerios como buscaba los últimos bares abiertos. En Burdeos, encontré la tumba de Flora Tristan, escritora socialista y precursora del feminismo moderno. En Colliure la de Antonio Machado. Al llegar allí oí como uno de sus versos era recitado por una joven que lloraba ante su panteón adornado de rosas y banderas republicanas. Al otro lado de la frontera, en Port-Bou, su cementerio se descuelga sobre el Mediterráneo. Bajo un metro cuadrado de tierra yace un suicida que huyó en balde del fascismo: Walter Benjamin, el filosofo que no podía vivir sin su biblioteca. Y mañana visitaré la tumba de mis padres, rodeada de apellidos gitanos de raza: Berrio, Etxeberria, Jiménez. Cuando le faltan flores, algunas familias gitanas la adornan. Como si fuera uno de los suyos. En señal de afecto, como prueba poderosa de que no estamos dispuestos a que el pasado se marchite.
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