Al principio me dio miedo. Y pensé que el tiempo me había caído encima como el aullido de mil lobos. Pero estaba allí, en Lerín. Como protestando contra la velocidad de las cosas. Y no pude por más que volver la vista atrás. Entonces, cuando uno arrastraba una juventud muy jipi, se encontró de bruces con José Luis López Vázquez enjaulado en una cabina como esta. Me acerqué a la cabina para comprobar si había rastros de aquel día de 1972. De repente apareció Antonio Mercero por detrás, soplándome con su aliento en el cogote. Y sentí un escalofrío. Porque mientras me decía que no llevaba bien puesta la mascarilla, aparecieron varios operarios del ayuntamiento. Se llevaban la cabina con un vecino del pueblo dentro, un hombre ya mayor que había perdido su móvil y decidió probar suerte a ver si el pasado le devolvía la llamada. Entonces cargaron la cabina en un camión con el hombre dentro y varios vecinas del pueblo gritaban a la vez que el hombre se descomponía de pánico. Seguí al camión y vi que depositaban la cabina en un vertedero donde había muchas más cabinas como esa con hombres dentro, gritando al infinito. Y el silencio opaco.
El camión volvió a la plaza del pueblo con una nueva cabina vacía. Y la colocaron donde estaba la anterior. Decidí entrar. La puerta se cerró automáticamente. Sonó el teléfono, era del periódico. Para que escribiera la necrológica sobre un hombre conocido que había muerto de repente.
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