Se marchó a Londres hace cuatro años. Es enfermera y trabaja en el Saint Thomas Hospital. Cada año vuelve a casa por Navidad. Por ella no vendría. Pero no queda otra que cumplir. Con el vuelve a casa vuelve, con sus cuatro hermanas casadas, con cuñados progresistas que resultan ser muy conservadores y con una camada de sobrinos como sacados de “Las palmeras salvajes” de Faulkner. Ahora entendía eso de que un beso es el primer paso hacia el canibalismo. Su madre, pobre, solo vendría por ella. Y ella no es que sea aburrida, ni asocial, ni padezca patología alguna, que va. Solo que las Navidades le pesan como la gravedad. Así que cuando se enteró de las restricciones que impiden juntarse más de diez, sacó un “Iñurrieta” y se lo metió en palanca. Y otro. Así hasta cuatro. Era de las que pensaba que el vino no arregla los problemas, pero el agua tampoco. Luego llamó a una de sus hermanas y le anunció la borota del año. Este año no vendría a Pamplona. Su hermana le preguntó si había bebido, sí, y qué. Mira Maite, lo siento por vosotras y por la ama pero las nochebuenas me afectan al lado más desconocido de la mente. Y luego están mis cuñados que me abrasan con lo bien que se vive en Pamplona y a ver por qué a tu a Londres y yo a California y que si el Brexit y mira que irte teniendo trabajo en la Universitaria y déjate de Camden Town y gora la “Rotxa” y donde esté el juevintxo que se quite el brunch y los pimientos del Roch y dos sobrinos taladrándole la oreja con un móvil para el Olentzero y su madre que si no quieres más turrón hija que es de Donezar y que te veo muy flaca y novio, tienes novio Nerea y Txuma el cuñadísimo que no para de echarle los tejos y Maite que lo mira como si fuera un sexópata y me quiero morir. Así que este año cenará Sunday Roast. Sola. Y de postre dos capítulos de Derry Girls. Ni tan mal.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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