Leí “Patria” por si dentro de esas 642 páginas encontraba algún enigma por descubrir más allá de lo que uno ya sabía. Y lo que uno sabía era que había que poner a funcionar la memoria. Y entonces sonaron los ecos de los disparos, que diría Edurne Portela, y los llantos y entierros y torturas negadas y cárceles vejatorias y viajes de norte a sur y los sicarios a sueldo de los presupuestos, y un relato enfangado y la sangre y las iras y las maneras de entender el mapa y los odios taladrándonos como chispas en el corazón. Y sufrimos los usos y abusos de un conflicto que se eternizó como un fruto extraño. Conflicto que lejos de sedimentarse, algunos siguen empeñados en resucitar y rentabilizar hasta el asco, porque fue y sigue siendo el pecado del que comen caliente cada día.
Llegó la serie “Patria” y la vi por ver si me había perdido algo. Y siento que la novela ha pasado por una UCI terapéutico-asistencial. Pero es el mercado amigo. Porque la serie ha reblandecido hasta el merengue lo que la novela, hasta donde pudo, fue capaz tensionarnos. Y ese es el triunfo de “Patria”; que ha conseguido tranquilizar muchas conciencias confirmando a los malos, pero también a los buenos. Como una epopeya definitiva que nos explicara todo. Sin fisuras.
Sin embargo, antes de “Patria” ha habido vida. El conflicto vasco ha sido una de las tradiciones de la literatura vasca: “El eco de los disparos” de Edurne Portela , “Los turistas desganados” de Katixa Agirre“, “Como si todo hubiera pasado” de Iban Zaldúa, “Twist” de Harkaitz Cano, “Ehun metro” de Ramón Saizarbitoria, “El comensal” de Gabriela Ybarra, “Agua turbia” de Aingeru Epaltza, o “El amigo armado” de Raúl Zelik, son solo algunos ejemplos que no han logrado eso que alguien ha denominado ”el rompehielos contra el trauma de ETA”. Pero igual tampoco hacía falta.
Personalmente, ni el libro ni la serie me han hecho vibrar. Y eso es lo grave. No porque uno esté corrompido por el escepticismo bastardo, ni porque reniegue de la palpitación de cierto músculo, sino porque Aramburu tira de emotividad para hacerte de los suyos. Como ocurre con la superstición del antibiótico. Seguir leyendo
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
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