Si has pasado de cierta edad y empiezas a leer esto, sabes que parte de tu biografía puede estar ahí. Tu puedes haber sentido la enfermedad de cerca, la muerte ajena, el dolor, el desapego, incluso ver caerse un pared, esa contra la que te apoyabas tras el llanto infantil, incluso más aún, haber tenido un padre alcohólico al que quisiste de esa manera que se quiere a los padres alcohólicos. Tu ya sabes. Pues eso, sabes que estás ante una novela que te puede hablar de ti. Entonces tu entras en esa noche quieta que se agita y te vomita desesperadamente océanos de hiel y sabes que te vas a encontrar con algo que te suena. O casi. Yo lo hice. No era una noche quieta, fuera sonaba el viento frío y las ventanas se agitaban como cuando la sangre da vueltas alrededor del cerebro.
Este texto autobiográfico donde el yo intimo se expone a una inclemente noche de memoria, me recuerda a una cita de una novela de Richard Powers que cita Rodrigo Fresán en su “Parte Recordada”, esa que dice que una novela, y les insisto, esto no es una novela, se puede leer de dos únicas maneras, la del futuro llegando para moler a golpes el pasado o el pasado dejándose estrangular por el futuro.
Este texto es un homenaje a un padre, esa figura que encuentra un difícil encaje en nuestras vidas. Hacerlo con la honestidad que lo hace Menéndez Salmón, es algo más que exponerse a una apertura de puertas sin condiciones. Dice Leila Guerriero que “contemplando la vida de los muertos, y la muerte de los vivos y viendo abrirse , ante mí, las puertas del entendimiento (...) me sentí poderosa”. Pues eso.
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