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Una madre ahorcada

Dicen que mató a su hija. Dicen. La Justicia lo ratificó. Ratificó. Con pruebas. Pruebas. Y ella lo negó. Negó. Nadie sabe que extraña nube negra envolvió ese cerebro, quizás enfermo. Solo ella. Ella. Y su soledad como un pálido fuego. Como un susurro de Nabokov. Nadie, ni siquiera ella, sabía que un día acabaría sabiéndose de memoria, cada página, cada línea, cada letra de “La anatomía de la melancolía”, de Robert Burton. Me hubiera gustado estar presente en esos sus diez segundos finales. Los que median entre acordonarse la soga, la cuerda, o lo que fuera y dejarse caer en ese vacío que te transporta a una galaxia infinita de luz blanca y amarga. Y sentir. Sentir ese ruido opaco que te aleja del presente, ya. Como un chasquido de liberación en la despiadada noche. Nadie sabrá, nunca. Nunca. Dicen, dicen, que un suicida accede a un segundo definitivo de lucidez mental. Y que en ese segundo se fragua a la inapelable idea que nada definitivo volverá a ocurrir, salvo, una idea concéntrica: para qué continuar con todo esto. Un suicida nos asusta, asusta. Porque no le tiene miedo a la muerte, sino a la vida. Esa madre quizás recordó en ese instante final en que la cuerda cortó su respiración definitiva a su hija. Su hija. Entonces quizás sintió que sus lágrimas se descongelaron en un prolongado y definitivo suspiro.

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