Dicen que mató a su hija. Dicen. La Justicia lo ratificó. Ratificó. Con pruebas. Pruebas. Y ella lo negó. Negó. Nadie sabe que extraña nube negra envolvió ese cerebro, quizás enfermo. Solo ella. Ella. Y su soledad como un pálido fuego. Como un susurro de Nabokov. Nadie, ni siquiera ella, sabía que un día acabaría sabiéndose de memoria, cada página, cada línea, cada letra de “La anatomía de la melancolía”, de Robert Burton.
Me hubiera gustado estar presente en esos sus diez segundos finales. Los que median entre acordonarse la soga, la cuerda, o lo que fuera y dejarse caer en ese vacío que te transporta a una galaxia infinita de luz blanca y amarga. Y sentir. Sentir ese ruido opaco que te aleja del presente, ya. Como un chasquido de liberación en la despiadada noche. Nadie sabrá, nunca. Nunca.
Dicen, dicen, que un suicida accede a un segundo definitivo de lucidez mental. Y que en ese segundo se fragua a la inapelable idea que nada definitivo volverá a ocurrir, salvo, una idea concéntrica: para qué continuar con todo esto.
Un suicida nos asusta, asusta. Porque no le tiene miedo a la muerte, sino a la vida.
Esa madre quizás recordó en ese instante final en que la cuerda cortó su respiración definitiva a su hija. Su hija. Entonces quizás sintió que sus lágrimas se descongelaron en un prolongado y definitivo suspiro.
Hay muertos que no buscan a sus asesinos. Ni siquiera se buscan a sí mismos. Solo quieren saber si queda alguien que les eche en falta. Porque hay muertos que no son de nadie. Son los más amargos. Porque siguen sin morir del todo. Ocurrió en Lodosa. En La Plazuela. Eran la seis de la tarde del 18 de julio de 1936. La plaza olía a circo. Pero también a sangre y a moscas. Algunos ya sabían que el futuro se acababa allí. A esa hora. Otros prefirieron buscar dónde matar el calor de una tarde sangrienta. Y allí estaba el circo para sonreírle a un verano bastardo: el Circo Anastasini. Un circo procedente de Ceuta regentado por un italiano, Aristide Anastasini. En el circo había un elefante viejo y caballos y payasos, y una niña amazona llamada Joana que cabalgaba un corcel blanco que giraba alrededor de un destino negro. Y había moros y negros y malabaristas de Madrid y payasos italianos y magos y funambulistas franceses del protectorado español de Marruecos. Cincuenta enamorados de
Comentarios
Publicar un comentario